Wednesday, October 5, 2016

La ciencia recobra manuscritos perdidos

La Biblioteca Apostólica Vaticana
Cuantos hemos disfrutado de esa oportunidad recordamos la emoción que sentimos cuando tuvimos en nuestras manos el primer manuscrito y el temor reverencial con el que casi ni nos atrevíamos a tocarlo. Aunque luego hayan pasado muchos por nuestras manos, esa relación afectuosa ha pervivido y siempre sentimos un gran placer cuando volvemos a las bibliotecas que más frecuentamos o cuando entramos en una biblioteca nueva y nos disponemos a disfrutar de ese paraíso abierto a pocos. Las técnicas informáticas han contribuido a difundir las imágenes y los contenidos de los manuscritos y a veces se leen mejor en la pantalla que en el original, por las múltiples posibilidades del tratamiento de la imagen; pero siempre parece que nos falta algo, si no tocamos el ejemplar. No sólo nos pasa a los filólogos, también es normal para cualquier persona que se acerque al libro con curiosidad y respeto. Los bibliotecarios, a veces, han de ejercitar el ingenio para quedar bien y salvar el libro. Una gran biblioteca, cuyo nombre no revelaré, posee una hoja del primer libro impreso, la Biblia de Gutenberg. Entre la imposibilidad de negar a los visitantes el contacto con ese folio y la certeza de que cientos de manos encallecidas y desacostumbradas acabarían con el tesoro en poco tiempo, la solución fue disponer de unos cuantos facsímiles de esa página, que se hacían pasar por el original y que, por supuesto, no podían ser detectados por los curiosos. Cuando la hoja facsímil se estropeaba, se sustituía por otro ejemplar. Y es que la historia del libro está llena de desgracias y catástrofes: los grandes incendios se han llevado por delante ejemplares únicos, en Alejandría, en Pompeya, en Roma, en El Escorial, entre otros muchos lugares. Los cambios de letra y la vejez de los textos han propiciado que sus hojas se utilizaran para encuadernar o reforzar encuadernaciones. Las inundaciones (es difícil decidir si es peor el agua que el fuego) han dejado ejemplares con páginas pegadas, que se destruyen si se abren. Y, además, el papel químico que se va degradando con el tiempo hace que, al abrirlos, ciertos libros se conviertan en polvo.
Biblioteca de Leiden
¿Cómo se pueden recuperar las hojas de un libro antiguo que forman parte de la encuadernación de uno posterior? ¿Cómo se puede leer un libro cerrado? ¿Cómo ver el contenido de un rollo quemado por las cenizas volcánicas del Vesubio en Pompeya o Herculano y que forma una masa grisácea negruzca? A veces es milagroso que se hayan conservado tales muestras a todas luces inútiles y que, sin embargo, ahora podrán ser leídas y dentro de muy poco revelarán todo su contenido y seguramente nos obligarán a cambiar algo de lo que suponíamos saber sobre un texto, un autor, una historia o todo un género.
Fragmento bajo el lomo
Empecemos por lo que parece más sencillo: al encuadernar un libro se han utilizado con frecuencia fragmentos y hojas enteras de pergaminos, bien porque estaban viejos, bien porque estaban escritos en una letra que ya no se leía o simplemente porque parecían irrelevantes, por haber sido sustituidos por copias “mejores” tras la invención de la imprenta.  A veces la cubierta de una de esas encuadernaciones se rompe y deja ver los tesoros ocultos, o hay que repararla y se separan las partes anteriores; pero hay miles de libros encuadernados que no se pueden ir deshaciendo y reencuadernando uno a uno para comprobar si en su encuadernación hay fragmentos anteriores. No sólo se usaban los fragmentos de manuscritos viejos para la encuadernación, también servían como refuerzo en telas, por ejemplo, en vestiduras de imágenes religiosas, que necesitan piezas y junturas más resistentes. El pergamino, a fin de cuentas, es piel. Hay por fin una solución para recobrar esos fragmentos sin romper la obra en la que se insertan: la espectrometría por fluorescencia de macro-rayos-X. La técnica se originó para aplicaciones médicas, como la identificación de lesiones precancerosas actínicas y los carcinomas de células basales. Un fotosensibilizador se concentra en las células tumorales, la cámara detecta la brillante fluorescencia roja del tumor y se aprecia la diferencia entre células sanas y tumorales.  El paso siguiente fue aplicar ese procedimiento utilizando los macro-rayos-X en lugar del fotosensibilizador, para detectar los distintos productos químicos usados en la pintura de una obra de arte. Desde ahí se pasó a los manuscritos y, por el momento, la derivación lleva a la posibilidad de penetrar en el interior de las encuadernaciones y descubrir qué otros elementos de distintos tipos, texturas y compuestos químicos hay debajo. Los rayos-X permiten ir separando virtualmente distintas capas, que se pueden entonces leer por separado, como si fueran hojas sueltas. La cámara, que se coloca encima de una mesa, puede ser tan cómoda como 50 cm × 25 cm × 25 cm.
Espectrroscopio de mano
La espectroscopia, técnica muy conocida que permite “mirar” a través de distintas capas de un objeto, es la solución perfecta y cada vez más barata para leer libros cerrados. Puede haber muchas razones para que un libro no pueda abrirse y, desde luego, no se abrirá si ello comporta su destrucción; pero ahora ya no hace falta. La espectroscopia THz (tera-hercios) en el dominio del tiempo es la solución. Los THz constituyen una banda del espectro espectro-magnético que se sitúa entre las microondas y los rayos infrarrojos (entre los 100 GHz y los 30 THz). En los 80 se usó para técnicas de detección y ciertos tipos de láseres. Un láser ultracorto es el medio que genera el haz electro-magnético. De usos tan variados como la medición de contenido de vapor de agua en el ambiente hasta la lectura de libros cerrados, el desarrollo de esta técnica permitirá recobrar cuanto se ha podido conservar después de inundaciones y otros desastres cuyo efecto para los libros ha sido la imposibilidad de separar sus páginas.
Rollo de papiro de Herculano
Las dos técnicas anteriores son valiosas y tienen un aprovechamiento inmediato; pero probablemente ninguna es tan llamativa como la que permitirá dentro de poco leer un rollo carbonizado por un incendio o una erupción volcánica, siempre, naturalmente, que se haya conservado exactamente como lo dejaron el fuego o la ceniza. Hace casi dos mil años el volcán Vesubio, en el golfo de Nápoles, sepultó en cenizas las ciudades de Pompeya y Herculano. La única biblioteca del mundo antiguo que ha sobrevivido hasta hoy (aunque con sus textos chamuscados) se encontraba en Herculano y quizás pertenecía a un patricio romano aficionado a la filosofía epicúrea: Calpurnius Piso Caesoninus, suegro de Julio César. La tomografía de contraste de fase de rayos-X permite al equipo del Consejo Nacional de Investigación de Nápoles diferenciar la tinta negra del negro del papiro quemado por la diferencia en cómo los dos materiales refractan los rayos-X. Uno de los textos estudiados sigue enrollado, el otro fue aplastado por la explosión. Lo conseguido hasta ahora puede parecer poco, si se considera en términos absolutos: letras, palabras; pero la investigación no parará ahí y el futuro deparará nuevos desarrollos y nuevos descubrimientos. Nuevos campos se abren al conocimiento filológico.
Una pregunta que hago a mis alumnos, aunque no es invención mía, sino tomada de alguna parte que ya no recuerdo bien, quizás de un programa educativo de Holanda, es ¿en qué medida piensa usted que sus estudios y su capacidad le permitirán hacer algo nuevo en el objeto de su trabajo? Aunque me refiero especialmente a la Filología, la pregunta lleva a los alumnos a otras cuestiones sobre cómo se ven en el futuro de la ciencia. Dejan de sentir que todo está hecho y empiezan a darse cuenta de que todo será nuevo y que son ellos quienes estarán en ese nuevo modo de entender la realidad.

De libros se habla en otras páginas de este cuaderno, por ejemplo en:
De libros perdidos y recobrados: la colección Foulché-Delbosc
Robar libros en tiempos de herejes
Philip Levine (Detroit, 1928 – Fresno, 2015)
Alejandro de Humboldt, Ernst Harsch y el Libro de Alexandre
Identidades árabes y musulmanas en la obra de Miguel de Cervantes