Thursday, February 17, 2011

El marqués de Vargas Llosa


Los lectores saben que el viernes 4 de febrero el Boletín Oficial del Estado, que es el difusor oficial de las leyes del Reino de España, publicó un Real Decreto por el que se le concede el título de Marqués de Vargas Llosa a don Jorge Mario Vargas Llosa, posiblemente el escritor más galardonado de la lengua española.
Mi inquisitiva amiga bumanguesa, Laura, no podía dejar escapar esta oportunidad y me envía una larga serie de preguntas sobre el significado, la arquitectura y la valoración de la obra del insigne autor. En el fondo pregunta el por qué y otros lectores pueden estarse haciendo la misma pregunta. La más fácil de sus cuestiones es si me parece justo, porque la respuesta es afirmativa. Además añado que esos reconocimientos reales siempre me alegran, porque las lenguas son más duraderas que cualquier generación de hombres. La lengua española, por lo tanto, está de enhorabuena. Lo está también en su vasto territorio, porque, como dijo otro premio Nobel, Camilo José Cela, en su respuesta al discurso de ingreso de Vargas Llosa en la Real Academia, se trata de “un español del Perú”.

En ese discurso de ingreso, el 15 de enero de 1996, es donde, a mi juicio, el flamante marqués explicaba mejor lo que pretende con su obra literaria: la creación de un mundo, como todo creador, pero con una arquitectura específica. Lo explicaba además por antífrasis, presentando la obra, el estilo y la creación de un autor totalmente distinto de él; pero que siempre lo atrajo: “sin pensarlo dos veces, elegí a Don José Martínez Ruiz, más conocido como Azorín, por razones que trataré de explicar en un momento”. La explicación es una fascinante contraposición entre la visión del mundo de uno y otro y su plasmación literaria. Es, podría decirse también, la lucha entre el universo de la quietud y el del movimiento.

Un artista, nos dice Vargas Llosa, crea sirviéndose de todo, empezando por sus limitaciones. En las grandes novelas son imprescindibles los demonios del instinto, la fantasía y la locura, porque se trata de sustituir la Creación por la creación literaria, lo que, simbólicamente, es un deicidio. Es un acto de poder, con capacidad para animar una historia y dar vida a sus personajes. Vida, como se verá, es la capacidad de ser feliz o desgraciado. El eje central, también aquí, es la creación del hombre, que tiene que seducir y emocionar. Tiene que cumplir con su papel de daimon, de reto constante de la otra realidad, la de los sentidos.

Hay autores, como Azorín, para quienes todo está quieto, parece inmanente, no se extingue. El novelista del Piura, en cambio, crea desde el amor, el deseo, la pasión, desde el tejido de las relaciones y el enriquecimiento o trastorno de las vidas que en él se originan y que tiene que controlar para mantener su texto dentro de la finalidad de su creación, que es llegar al lector, ser leído, ser atendido, porque su creación tiene que revivir en cada lector. Las leyes de la caducidad y la extinción deben regir ambos mundos, real y ficticio. Por eso Vargas Llosa rechaza lo que llama “monumento al bostezo”, el nouveau roman francés de los años cincuenta y sesenta del siglo XX.

Una narración lograda debe tener una arquitectura ceñida y sólida, son los dos adjetivos que emplea Vargas Llosa. Su mundo debe aparecer en movimiento, con perfiles bien diseñados para sus personajes, cuyas vidas importan hasta la anécdota. Es, como el real, de nuevo, un mundo violento, porque todo se enreda y se trastorna, el capricho impone leyes ajenas al laboratorio. No son violencias gratuitas, sino resultados de los caracteres, es decir, del interior de los personajes y también del exterior, de las presiones sociales, religiosas, políticas que los sujetan. En todo este hervidero hay también lugar para la ternura y la espiritualidad. La originalidad de un escritor, nos dice, está cifrada en  la invención y en su “sensibilidad a la experiencia del mundo”. El gran autor tiene que divertir y entusiasmar, arrastrar al lector, independientemente del tema, el género y hasta las ideas. Sus personas son seres en el tiempo; pero no permanecen en ese tiempo, son irremediablemente temporales, porque su mundo se hace y se deshace, como espejo del universo.

Es espléndida la cariñosa ironía que el novelista dedica al autor que comenta, a la vez que nos apunta la importancia de dar un nombre adecuado y atractivo a esa nueva creación. Nos dice que, en una de sus mejores novelas “Azorín se encargó de desorientar de entrada a su público potencial, titulándola Pueblo (1930). Y, como si no fuera bastante, la subtituló «Novela de los que trabajan y sufren», con lo que probablemente la inmunizó contra toda clase de lectores, presentes o futuros”. De nuevo el lector, de nuevo la visión de la creación como influencia en otras vidas, en las de personajes de la otra Creación, un ejercicio de trascendencia. Mas, no se olvide, lo fundamental del arte, como también decía Picasso, es que se goce, no que se estudie. El placer precede. Por eso tiene un lugar tan destacado la búsqueda de la felicidad, un ideal enciclopedista que se plasmó en un texto tan representativo como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Los personajes se mueven en sus novelas sin buscar su sitio, un lugar donde asentarse, se mueven en busca de la felicidad y luchan por ella. Sólo en la legislación educativa se promete que todos tendrán éxito; en vida y novelas, unos triunfan y otros fracasan y ni siquiera el triunfo significa la inmortalidad. El tiempo devora a todos.

Espero, querida Laura, que ahora entiendas mejor a este gran escritor y sepas por qué lo es, es muy emocionante que se haya revelado en un ejercicio de contrastes, en su devoción por otro autor del que se confiesa diferente en todo. Él mismo lo dice: Tal vez la explicación esté en la fatídica ley de atracción de los contrarios.

Publicado en El Frente, Bucaramanga, Colombia, el lunes 7 de febrero de 2011.