Thursday, January 22, 2015

Alejandro de Humboldt, Ernst Harsch y el Libro de Alexandre

Marburg
En noviembre de 1984, tras dos meses de estudio en Marburg, llegué a Heidelberg con una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Permanecí hasta finales de octubre de 1985 y, aunque no fue la primera estancia en Alemania, sí fue la primera de las estancias largas, repartidas entre varias ciudades. Debo extraordinaria gratitud a Antonio García Berrio, compañero entonces en la Universidad Autónoma de Madrid y siempre genial maestro, quien me insistió hasta la saciedad en que tenía que pedir esa beca, porque iba a ser determinante en mi futuro. Acertó plenamente y mi gratitud se extiende a la Fundación, que luego me seguiría dando pruebas de aprecio, estímulo, ayuda y reconocimiento. Mi trabajo, la edición unificada con medios electrónicos del Libro de Alexandre, se tenía que realizar en el Centro Científico de IBM, en Neuheimerfeld, al otro lado de la ciudad, cuya hospitalidad también agradezco.
Ahora bien, administrativamente, yo estaba adscrito al Seminario Románico y el prestigioso Profesor Kurt Baldinger era mi huésped y enlace con la Humboldt. Vivía en la Gästehaus, un magnífico refugio hoy desmantelado (espero que temporalmente), en el bosque, sobre el valle del Neckar, así que todas las mañanas cruzaba la ciudad en el autobús y todas las noches hacía el camino de regreso, que terminaba con el ascenso de la terrible cuesta que me llevaba hasta mi departamento.
Seguramente hay diversos tipos de investigación científica y alguno permitirá el trabajo solitario. Considero una suerte que mi caso, de temprana vocación interdisciplinar, haya requerido normalmente el trabajo en grupo y  la necesidad de integrarse en ambientes muy diversos. Por eso quiero dedicar estos párrafos a las personas que hacen posible la investigación y tienen en las vidas de los investigadores influencias que, a veces, van más allá de las meramente profesionales. En este caso la situación profesional era clara: el trabajo requería el uso de un computador IBM 370, el aprendizaje de técnicas de tratamiento de textos y de edición complejas y desconocidas para los colegas, tanto españoles como alemanes, porque se situaba en el inicio de lo que luego se llamó “humanidades digitales”. 
En 1984 el PC seguía siendo el Partido Comunista, no era todavía el Personal Computer, un artilugio carísimo, muy limitado y muy poco usado. Los términos se intercambiaron en muy pocos años y tuve la fortuna de ser actor en ese proceso; pero entonces, como investigador y como persona vivía las dos soledades, la de estar lejos de mi ambiente y la de no tener colegas filólogos que hicieran un trabajo que permitiera un intercambio de ideas. Por eso los contactos con otros investigadores, que la Gästehaus permitía y la Humboldt apoyaba, eran muy bienvenidos; pero todos nos encontrábamos en un medio diferente, más o menos separados de nuestros entornos habituales. Como se ha dicho, colegas como los profesores García Berrio o Baldinger o como los informáticos de IBM fueron de enorme ayuda; pero no podían resolver otro tipo de necesidades humanas, algo que tampoco era su cometido. Por eso conviene transmitir esta reflexión sobre las personas del mundo cotidiano, el “otro mundo” para quienes están sometidos a unos plazos y una disciplina de trabajo investigador que supone, muchas veces, más de doce horas diarias, siete días por semana. Son, sencillamente, quienes nos hacen seguir sintiendo la dimensión humana de la vida, la simplicidad y complejidad de lo cotidiano. Son las personas con las que no se puede hablar del Alexandre, de la collatio o la recensio, de SGML (entonces sólo GML), ni falta que hace. Como ven nuestra torpeza y nuestras dificultades en la vida diaria, tampoco nos sitúan en ningún pedestal. Son un soplo de aire fresco.
Castillo de Heidelberg
La Gästehaus disponía de diversos tipos de departamentos, con capacidad para distintos tipos de inquilinos, desde individuos a familias. La llegada de una colega de la Autónoma, Alicia Canto de Gregorio, una notable especialista en Historia Antigua, con sus hijas, en edad escolar, incrementó de manera notable el contacto con lo normal y cotidiano. Como se organizaban reuniones en las que se pretendía incrementar la relación de esos seres encerrados en su mundo científico con las personas normales, las niñas de Alicia invitaron a sus amigas de la escuela y sus padres. Así conocí a la familia Harsch: Ernst, Elisabeth y sus hijas, Simone, Nadine y Julia. Desde 1984 se convirtieron en el paradigma de lo que uno quisiera encontrar en cada país que visita como investigador. Ernst y Elisabeth ya estaban jubilados y, aunque trabajaban algunas horas en algún almacén o supermercado (nunca he sido curioso de esos detalles), dedicaban la mayor parte del tiempo a la ampliación y mejora de su casa. Es una casa antigua, al pie del castillo, con cuyo parque linda. La broma, naturalmente, era que, con tanta ampliación, algún día iban a abrir un túnel entre la sala del castillo y la casa. Pero no era broma su capacidad para hacer solos los trabajos de albañilería, fontanería, electricidad, lo que fuere. Vamos, que por mucho que uno supiera de cómo organizar un programa en PL1 o en Pascal para comparar textos con variantes, se sentía un perfecto inútil ante ese despliegue de habilidades manuales. Fuera de ello, la ocupación de la familia era localizar, apoyar y ayudar a los investigadores que se pusieran a tiro. Siempre que se dejaran, claro, porque ese acercamiento y esa generosísima ayuda se hacía siempre desde la mutua necesidad de respeto a las libertades individuales. Cuando mi propia familia apareció por Heidelberg en cuanto acabó el curso escolar en España (es decir, en oleadas diversas), esa hospitalidad incomparable se extendió a todos, haciendo del verano de 1985 un recuerdo imborrable. Tanto es así que en 1986 regresamos en conjunto, para lo que fue el mejor recuerdo familiar de nuestra vida.
Mahdia, Túnez
Si bien brindaban la cordial posibilidad de mantener el contacto después de la marcha de Heidelberg y ponían en ello, soy testigo, todo su empeño, aceptaban que los demás fueran despegándose y que incluso personas a las que habían llegado a ayudar económicamente, no escribieran ni siquiera en Navidad. Ese respeto a las decisiones de los demás me sigue pareciendo extraordinario. No fue mi caso, acepté de corazón esa amistad que se me ofrecía y seguí manteniéndola por escrito, por teléfono y en viajes a Alemania. Como he tenido ocasión de comentar recientemente, para mí, reunirme con Ernst era ya el principio de una divertida sesión. No he conocido a ninguna otra persona a la que ya el simple hecho de estar conmigo le pusiera de buen humor. Tras la guerra había estado prisionero en un campo de Tejas, así que mi traslado a San Antonio nos dio otro punto de notas y comentarios, porque él era incapaz de ver nada negativo en la vida. Sus viajes a Túnez, para sus vacaciones, algo que también nos unía, por mis estudios y mi trabajo posterior como miembro de tribunales tunecinos de selección de profesorado, se fueron convirtiendo en misiones humanitarias, en las que las maletas iban llenas de ropa y todo lo que pudiera ser necesario y regresaban vacías.


El verano de 2014 fui tres días a Alemania para estar con Ernst y Elisabeth. Pese al Alzheimer más o menos avanzado, me reconoció al llegar y me siguió reconociendo los tres días. Anduve también mucho y aproveché para hacer una recolección del Heidelberg que fue y el que es. Ernst murió el día de Santa Inés, el nombre de mi nieta mayor, el 21 de enero de 2015. Sin él y su familia mi vida y mi trabajo habrían sido mucho peores. Seguro que él añadiría alguno de sus horrorosos chistes, quizás en ese francés que sacaba no sé de dónde de vez en cuando, para que esta escritura (o lectura) terminara como fue su vida: agradecida y alegre.