En el año 2008 se celebró en Valencia, organizado por dos alumnos del homenajeado, María Teresa Echenique y Javier Satorre, un simposio, con exposición, sobre don Rafael. En este 8 de mayo de 2025, reencuentro mi texto y recuerdo que es cada vez más habitual que lectores y oyentes jóvenes me pidan que escriba algo sobre los maestros. El texto que sigue no ha tenido una gran difusión y me animo a reproducirlo tal cual se imprimió, quizás porque en estos días el enorme peso de la maldad y la ignorancia hace más necesario recordar la bondad y la sabiduría.
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Rafael Lapesa |
Nacido en Valencia,
trasladado de niño a Madrid, educado en la Universidad Central y en el Centro
de Estudios Históricos, en el chalé de la calle de Almagro, guardián durante la
guerra incivil de los archivos y el trabajo del Centro, responsable de la continuidad de una escuela, fue el garante del rigor en
la investigación. Toda su vida asumió
sus deberes con plena conciencia. Los que estábamos
cerca sabemos lo que algunos
de ellos le pesaron, especialmente la Real Academia Española,
lugar de encuentro de muy difíciles
personalidades, que le obligaban continuamente a “templar
gaitas”, como repetía apesadumbrado. Fue Secretario de la Institución, Director del hoy sacrificado Diccionario Histórico y, muy a su pesar, Director. Conocía la casa perfectamente y, porque era su
deber, le sacrificó mucho de su propia obra.
Además de en su lucha personal, desde su
adolescencia, aprendió el sentido del trabajo de don Ramón Menéndez Pidal: en
la edición de los documentos del Reino de Castilla y en la preparación del
glosario del español medieval. El
segundo fue publicado muchos años después, gracias a Diego Catalán Menéndez
Pidal y al Seminario. Destaca otra virtud, la de la constancia, que marcó su
trabajo y su obra. Aunque, gracias a su esfuerzo y al de sus discípulos, esa obra haya podido
ser conocida hasta
con demasiado detalle,
él no logró completarla como hubiera querido.
Su Sintaxis Histórica cedió
tiempo a otras obras de las que se sintió depositario.
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Américo Castro |
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Amado Alonso |
Los dos Alonsos
habían coincidido un verano en un curso en una institución norteamericana de educación superior para alumnas. Paseando
por el jardín, Dámaso no pudo evitar escuchar una conversación entre dos de ellas.
Doy, como él hizo al narrármela, la versión semitraducida:
-
Tuve una excelente clase esta mañana.
-
¿Con quién?
- Con Alonso.
- ¿Con cuál? ¿The handsome one or the other?
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Dámaso Alonso |
"Yo era the other". Así concluía don Dámaso, con irónico gesto apenado, pero brillándole los ojillos.
Por encima de la banalidad de la anécdota, lo que contaba era el cariño que trasmitía hacia el recuerdo de Amado, la sensación de que, precisamente por haber sido Amado el término de la comparación, el resultado no importaba. La clase, de todas maneras, había sido excelente.
Su obra emblemática, la Historia de la Lengua Española, su “historieta”, como la llamaba muy en confianza, simboliza su gran pasión, España. “Hacer algo por la España de todos”, escribió, mientras estaba en Madrid, bajo las bombas, enviando puntuales noticias a don Ramón. No fue fácil tomar esa decisión, sin duda. Su maestro estaba escribiendo su propio libro sobre el mismo tema. El éxito del libro de Lapesa, junto con otras obligaciones, sin duda retrasó ese libro menéndezpidalino, nunca terminado, pero felizmente publicado por Diego Catalán.![]() |
Antonio Tovar |
“Depurado” tras la guerra y enviado a Asturias y Salamanca como catedrático de Instituto, la Providencia, en la que él creía firmemente, le permitió hacer mucho por la Filología en ambas regiones y ganarse un buen número de amigos. Los nombres de Manuel García Blanco y Antonio Tovar vienen inmediatamente a la memoria; pero el recuerdo de los Lapesa hacia Salamanca, en conjunto, era siempre afectuosísimo. Las oposiciones a cátedra planteaban dos problemas, interno y externo. El externo (había sido la cátedra de Américo Castro) lo obvió este último animando a Lapesa a ocupar esa plaza. El segundo, el retraso en la convocatoria y en su ejecución, estuvo a punto de causar su salida de España. De hecho, cuando ya estaba a punto de marcharse, aprobó la oposición, a la que también habían concurrido Antonio Badía (que entonces no se llamaba Antoni) y Manuel Alvar. Resueltos sus problemas académicos y administrativos, pudo honrar sus compromisos con las universidades norteamericanas. Visitó las más importantes y guardó siempre un recuerdo muy cordial de su estancia norteamericana, junto con muchísimas anécdotas. Recuerdo una que ilustra muy bien su personalidad y que refleja también sus sentimientos como español.
Comentábamos,
en cierta ocasión,
el sistema de imposición fiscal norteamericano, comparado
con los nuevos modelos españoles de declaración de la renta. Estaríamos, por tanto, a finales de los años setenta. Con gran seriedad me dijo:
- La única vez que he mentido en mi vida fue al hacer la declaración de la renta norteamericana.
Quedé paralizado. Por fortuna, tuvo misericordia de mí y me ahorró el ridículo de mi previsible comentario.
- Sí. Tuve que poner lo que ganaba en España. Era una cantidad tan miserable que la multipliqué por diez.
Hoy puede resultar incomprensible que alguien falsee una declaración del IRS para pagar más; pero en el fondo de la historia no estaba la necesidad de pagar los impuestos a los Estados Unidos, satisfecha con creces, sino la imagen de España que el funcionario norteamericano pudiera hacerse cuando viera cómo se pagaba a un profesor de Universidad en un país y en otro. Era el nombre de España el que estaba en juego y dio lugar a un comportamiento muy expresivo de esa relación amorosa con la Patria. No se le podían aplicar los versos de Joaquín María Bartrina y de Aixemús (1850-1880):
Oyendo hablar
a un hombre, fácil es
acertar dónde vio la luz
del sol;
si os alaba Inglaterra, será inglés,
si os habla mal de Prusia, es un francés,
y si habla mal de España,
es español.
Durante todo el tiempo que trascurrió entre el
fin de la guerra y la estabilización de su situación profesional seguía en
contacto y mantenía informados a maestros y compañeros en el exilio y apoyaba a
los que, como Dámaso Alonso, tampoco se fueron, pese a las mezquindades de la
posguerra y la permanente desconfianza del régimen triunfante. Continuó en este
papel tras ganar su cátedra y con cada nuevo paso académico y profesional.
Lapesa participó del momento de esperanza con Joaquín Ruiz Giménez como Ministro de Educación y Pedro Laín como
Rector de la Universidad Central. Formó parte de las comisiones que
introdujeron en la enseñanza del bachillerato el comentario de textos y replantearon cómo mejorar la educación lingüística y literaria. Vivió también el desencanto causado
por el fracaso de ese intento de apertura en 1956. Muchos años después, puede que en 1967 (en
todo caso, entre 1967 y 1969), se produjo un episodio que confirma los peores
absurdos. Don Rafael iba a dar una conferencia en la Sociedad de Estudios
y Publicaciones sobre
“Los determinantes del español”. Aquello
de “determinantes” no debió de sonar bien a algún delicado intelectual de la
censura, que prohibió el acto “por sospechas sobre la persona”. Fui testigo
directo y no hubo nada que hacer. Por suerte los otros determinantes del
español, los no pronominales, cambiaron.
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Rafael Lapesa y Pilar Lago Couceiro |