Tuesday, April 8, 2025

Rafael Lapesa. La España de todos.

 En el año 2008 se celebró en Valencia, organizado por dos alumnos del homenajeado, María Teresa Echenique y Javier Satorre, un simposio, con exposición, sobre don Rafael. En este 8 de mayo de 2025, reencuentro mi texto y recuerdo que es cada vez más habitual que lectores y oyentes jóvenes me pidan que escriba algo sobre los maestros. El texto que sigue no ha tenido una gran difusión y me animo a reproducirlo tal cual se imprimió, quizás porque en estos días el enorme peso de la maldad y la ignorancia hace más necesario recordar la bondad y la sabiduría.

Rafael Lapesa
Pensar que hace ya cien años que nació don Rafael supone para todos sus alumnos un escalofrío. Toda la vida nos ha acompañado, con su traje “príncipe de Gales”, su chaleco con el último botón sin abrochar, como debe ser, su gesto contenido o el azulejo con la temible frase: “Dios bendiga a quien no me haga perder el tiempo”. Un tiempo generosamente repartido, sin embargo, en su despacho, en su casa o en el chalé de El Escorial. “Hombre esencial, dijeron los antiguos”, escribió para él Jorge Guillén.

Nacido en Valencia, trasladado de niño a Madrid, educado en la Universidad Central y en el Centro de Estudios Históricos, en el chalé de la calle de Almagro, guardián durante la guerra incivil de los archivos y el trabajo del Centro, responsable de la continuidad de una escuela, fue el garante del rigor en la investigación. Toda su vida asumió sus deberes con plena conciencia. Los que estábamos cerca sabemos lo que algunos de ellos le pesaron, especialmente la Real Academia Española, lugar de encuentro de muy difíciles personalidades, que le obligaban continuamente a “templar gaitas”, como repetía apesadumbrado. Fue Secretario de la Institución, Director del hoy sacrificado Diccionario Histórico y, muy a su pesar, Director. Conocía la casa perfectamente y, porque era su deber, le sacrificó mucho de su propia obra.

Además de en su lucha personal, desde su adolescencia, aprendió el sentido del trabajo de don Ramón Menéndez Pidal: en la edición de los documentos del Reino de Castilla y en la preparación del glosario del español medieval. El segundo fue publicado muchos años después, gracias a Diego Catalán Menéndez Pidal y al Seminario. Destaca otra virtud, la de la constancia, que marcó su trabajo y su obra. Aunque, gracias a su esfuerzo y al de sus discípulos, esa obra haya podido ser conocida hasta con demasiado detalle, él no logró completarla como hubiera querido. Su Sintaxis Histórica cedió tiempo a otras obras de las que se sintió depositario.

Américo Castro
En el Centro había sido alumno también de Américo Castro. Con él se inició en el mundo del comentario de textos, que tanto lo apasionó. Aprendió de don Américo a ir más allá del dato concreto, del seguro análisis neogramático y positivista. Al mismo tiempo, la segura formación en gramática histórica y también su propia inclinación, lo mantuvieron muy atento a las propuestas de Castro; pero muy consciente de su propio terreno. El cariño que Pilar sentía por don Américo (ambos fueron compañeros de clase con él) también contó mucho. La personalidad de Américo Castro era tan imponente, debió serlo hasta tal punto en una persona de genio tan diferente como era Lapesa, que marcó la vida de ambos. Que nadie piense que don Rafael se apocaba o disminuía ante don Américo. Bien claro lo deja la anécdota, que he tenido ocasión de narrar completa en otro lugar, en la que, ante una de las típicas peticiones de Castro para que Lapesa combinara sus conocimientos concretos con las abstracciones en las que Don Américo era maestro, le contestó: “áteme usted esa mosca por el rabo, don Américo.” Ninguno de los dos tenía el genio fácil. Lapesa era una tremenda pasión contenida, Castro, explícita. Ambos coincidían en uno de sus primeros objetos pasionales: España. Ambos la entendían como un trabajo o como una creación, no como un don o un regalo. Sufrían cuando veían que no se aplicaba en España el esfuerzo y el conocimiento que eran necesarios, cuando se acudía a “vivir desviviéndose”, a reinventar la historia en lugar de estudiarla. Don Rafael no era hombre de enarbolar banderas, tampoco la castriana. Don Américo no consentía la tibieza en lo concerniente a su interpretación de la realidad histórica de España. Está claro que no sintió que don Rafael fuera tibio en esa interpretación. Conservo una carta en la que, para corregir una apresurada interpretación mía, inevitablemente juvenil, ese detalle queda totalmente explícito. De ninguna manera quiero decir, sería absurdo, que Lapesa fuera un ciego sucesor de Castro, al contrario, lo que satisfacía a don Américo era la confluencia en el fondo de las ideas, desde ese doloroso amor a España. En su expresión, en las formas, las discrepancias provenían de la personalidad de cada uno.

Amado Alonso
Responsabilidad y cariño le hicieron encargarse de la obra de Amado Alonso tras la temprana muerte de éste. Quien ha visto esas carpetas sabe que, si bien la primera parte estaba muy adelantada, del resto sólo quedaban apuntes muy incompletos e iniciales. En la obra final, queda clarísimo lo que es de Amado. Aunque trató de separar modestamente la aportación propia, para ningún especialista puede quedar oculto que fue Lapesa quien cargó con la investigación de detalle y final y quien hizo posible el conocimiento de la pronunciación medieval y moderna, cuyo estudio inició A. Alonso. La constancia y el cuidado son prueba de lo que para él significaba una amistad fraternal. Vio en Amado al hermano mayor, al hombre terriblemente atractivo, en lo personal y en lo profesional, como testimonia la anécdota que me contó otro maestro, Dámaso Alonso. Ya se sabe que la coincidencia de apellidos no implicaba parentesco, en este caso. 

Los dos Alonsos habían coincidido un verano en un curso en una institución norteamericana de educación superior para alumnas. Paseando por el jardín, Dámaso no pudo evitar escuchar una conversación entre dos de ellas. Doy, como él hizo al narrármela, la versión semitraducida:


-          Tuve una excelente clase esta mañana.

-          ¿Con quién?

-          Con Alonso.

-      ¿Con cuál? ¿The handsome one or the other?

Dámaso Alonso

"Yo era the other". Así concluía don Dámaso, con irónico gesto apenado, pero brillándole los ojillos.

Por encima de la banalidad de la anécdota, lo que contaba era el cariño que trasmitía hacia el recuerdo de Amado, la sensación de que, precisamente por haber sido Amado el término de la comparación, el resultado no importaba. La clase, de todas maneras, había sido excelente.

Su obra emblemática, la Historia de la Lengua Española, su “historieta”, como la llamaba muy en confianza, simboliza su gran pasión, España. “Hacer algo por la España de todos”, escribió, mientras estaba en Madrid, bajo las bombas, enviando puntuales noticias a don Ramón. No fue fácil tomar esa decisión, sin duda. Su maestro estaba escribiendo su propio libro sobre el mismo tema. El éxito del libro de Lapesa, junto con otras obligaciones, sin duda retrasó ese libro menéndezpidalino, nunca terminado, pero felizmente publicado por Diego Catalán.

Antonio Tovar

“Depurado” tras la guerra y enviado a Asturias y Salamanca como catedrático de Instituto, la Providencia, en la que él creía firmemente, le permitió hacer mucho por la Filología en ambas regiones y ganarse un buen número de amigos. Los nombres de Manuel García Blanco y Antonio Tovar vienen inmediatamente a la memoria; pero el recuerdo de los Lapesa hacia Salamanca, en conjunto, era siempre afectuosísimo. Las oposiciones a cátedra planteaban dos problemas, interno y externo. El externo (había sido la cátedra de Américo Castro) lo obvió este último animando a Lapesa a ocupar esa plaza. El segundo, el retraso en la convocatoria y en su ejecución, estuvo a punto de causar su salida de España. De hecho, cuando ya estaba a punto de marcharse, aprobó la oposición, a la que también habían concurrido Antonio Badía (que entonces no se llamaba Antoni) y Manuel Alvar. Resueltos sus problemas académicos y administrativos, pudo honrar sus compromisos con las universidades norteamericanas. Visitó las más importantes y guardó siempre un recuerdo muy cordial de su estancia norteamericana, junto con muchísimas anécdotas. Recuerdo una que ilustra muy bien su personalidad y que refleja también sus sentimientos como español.

Comentábamos, en cierta ocasión, el sistema de imposición fiscal norteamericano, comparado con los nuevos modelos españoles de declaración de la renta. Estaríamos, por tanto, a finales de los años setenta. Con gran seriedad me dijo:

 - La única vez que he mentido en mi vida fue al hacer la declaración de la renta norteamericana.

Quedé paralizado. Por fortuna, tuvo misericordia de y me ahorró el ridículo de mi previsible comentario.

- Sí. Tuve que poner lo que ganaba en España. Era una cantidad tan miserable que la multipliqué por diez.

Hoy puede resultar incomprensible que alguien falsee una declaración del IRS para pagar más; pero en el fondo de la historia no estaba la necesidad de pagar los impuestos a los Estados Unidos, satisfecha con creces, sino la imagen de España que el funcionario norteamericano pudiera hacerse cuando viera cómo se pagaba a un profesor de Universidad en un país y en otro. Era el nombre de España el que estaba en juego y dio lugar a un comportamiento muy expresivo de esa relación amorosa con la Patria. No se le podían aplicar los versos de Joaquín María Bartrina y de Aixemús (1850-1880):

 

Oyendo hablar a un hombre, fácil es

acertar dónde vio la luz del sol;

si os alaba Inglaterra, será inglés,

si os habla mal de Prusia, es un francés,

y si habla mal de España, es español.

 

Durante todo el tiempo que trascurrió entre el fin de la guerra y la estabilización de su situación profesional seguía en contacto y mantenía informados a maestros y compañeros en el exilio y apoyaba a los que, como Dámaso Alonso, tampoco se fueron, pese a las mezquindades de la posguerra y la permanente desconfianza del régimen triunfante. Continuó en este papel tras ganar su cátedra y con cada nuevo paso académico y profesional. Lapesa participó del momento de esperanza con Joaquín Ruiz Giménez como Ministro de Educación y Pedro Laín como Rector de la Universidad Central. Formó parte de las comisiones que introdujeron en la enseñanza del bachillerato el comentario de textos y replantearon cómo mejorar la educación lingüística y literaria. Vivió también el desencanto causado por el fracaso de ese intento de apertura en 1956. Muchos años después, puede que en 1967 (en todo caso, entre 1967 y 1969), se produjo un episodio que confirma los peores absurdos. Don Rafael iba a dar una conferencia en la Sociedad de Estudios y Publicaciones sobre “Los determinantes del español”. Aquello de “determinantes” no debió de sonar bien a algún delicado intelectual de la censura, que prohibió el acto “por sospechas sobre la persona”. Fui testigo directo y no hubo nada que hacer. Por suerte los otros determinantes del español, los no pronominales, cambiaron.

Rafael Lapesa y Pilar Lago Couceiro
Este hombre esencialmente firme en sus conceptos lo fue también en sus afectos. Doña Pilar, a quien conoció cuando era la única alumna de su clase con don Américo en el Centro, suavizó su vida. La cuidó hasta el final, alterando su agenda y buscando compartir todas las actividades compatibles con el deterioro de la enfermedad. Quien no lo conociera podía tomarlo por frío. Nada más lejos. Contenido, sí; pero capaz de una profunda emoción. Las dedicatorias a Pilar, ya fallecida, sus propios poemas, lo demuestran. Sus últimos tres años, que pude compartir con él y con sus sobrinas, con la pérdida progresiva de su capacidad comunicativa, fueron terribles. A finales del primero, cuando la movilidad faltaba, pero no el lenguaje, lo acerqué una primavera temprana a la ventana de su piso en la profesorera de Moncloa. El sol hacía brillar las hojas jóvenes, la luz era intensa. “Paco, qué bella es la vida”, me dijo. Él hizo bella la mía y la de mucha gente. Hoy estamos aquí, sobre todo, para darle las gracias.

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