Ante la respuesta favorable obtenida por la idea de dedicar unos meses de este cuaderno a recordar a los maestros, para recomponer un momento brillante de las humanidades en España, continúo este trabajo de recuperación de los escritos que les dediqué. En esta ocasión recupero la necrología del director de mi primera tesis doctoral, el arabista Elías Terés, publicada en la Revista de Filología Española. Dejo el texto original, con la corrección de alguna errata mínima.
El verano de 1983 ha sido especialmente triste para el orientalismo español: en el mes de julio perdimos al Profesor Elías Terés Sádaba y en el de agosto al Padre Félix Pareja. Unidos los dos en las páginas de la Islamología, del segundo, emprendieron casi juntos el viaje de la eternidad.
Ha querido el
destino que su obra, en principio, más importante, la Hidronimia
hispano-árabe, no haya visto la luz en vida de su autor, quien ni siquiera
llegó a corregir las pruebas del primer volumen. Sin embargo, la relación de
sus estudios, la lista de los profesionales cuyas tesis y memorias de
licenciatura dirigió, ilustran bien la historia del arabismo español en los
últimos treinta años.
Era Elías Terés
navarro, nacido en Funes el 26 de octubre de 1915; se formó en la Universidad
Complutense, empezó, en 1940, a colaborar con la Escuela de Estudios Arabes de
Madrid, y vivió en la capital la mayor parte de su vida, salvo -terminados sus
estudios- dos breves períodos, los dos cursos de 1943 a 1945, en los que fue
profesor adjunto de la Universidad de Zaragoza, y el año académico 1949-50, en
el cual fue catedrático de lengua árabe y árabe vulgar de la Universidad de
Barcelona. El fallecimiento de González Palencia lo llevó a Madrid, a la cátedra
de literatura arábiga de la Universidad Complutense, a la que perteneció hasta
su último día, el 10 de julio de este año de 1983. Su aversión a los cargos
(que no a las responsabilidades) sólo le permitió ocupar la dirección del
Instituto Miguel Asín durante un breve período, en 1976. Pese a su enorme modestia,
a su sencillez extremada, vio reconocidos sus méritos con el ingreso en la Academia
de la Historia, el primero de junio de 1975, así como con otros diversos
honores.
En cuanto al
hombre, todos coincidiremos en la dificultad de encontrar una persona de bondad
y paciencia semejantes. Baste una muestra personal -reiterada, estoy seguro, en
todos sus discípulos-: durante la primavera de 1968, para mi memoria de
licenciatura, traducía yo la urchuza de lbn Abd Rabbihi que luego, corregida y comentada,
incluí en la tesis, ésta ya dirigida por él. Pese a que, como es normal en una tesina,
el director de la mía era un catedrático de la especialidad de Filología
Románica, durante un par de meses, en las primeras horas de la tarde, don Elías
escuchaba pacientemente mi traducción, sugería correcciones y enmiendas, y me
facilitaba sus propias traducciones primerizas de los ayyam al carab,
comentando con gracia algunos de sus despistes de traductor, para animarme
cuando yo tropezaba una y otra vez en piedras similares, o en la misma.
Devoto de sus
discípulos, con mayor razón lo era de sus maestros, incluso de los remotos:
comentando las glosas -sarcásticas- de don Julián Ribera, en el ejemplar de la Historia
de los Mozárabes de Simonet, en la Escuela, siempre tenía la frase piadosa,
el comentario oportuno, con el que quitaba hierro con suavidad. Su paciencia y
calma lo convirtieron en eficaz corrector de pruebas, consejero único y lector
de casi cuantos trabajos se han producido dentro de la escuela madrileña, y en
zonas más alejadas. Dirigió cincuenta y tres memorias de licenciatura y treinta
y una tesis doctorales: desde la tercera, de Fernando de la Granja, hasta una
de las postreras, la de Carmen Barceló, es difícil encontrar a alguien, en
nuestro campo y casi toda España, que no haya realizado una, o ambas, bajo esa
dirección, respetuosa con el redactor; pero continuamente preocupada por evitar
excesos, en opiniones y en expresiones.Arabistas españoles en el IHAC
Su propia obra es
un ejemplo más de callada solidez: la mayor parte de ella se expone en las
páginas de la revista Al-Andalus, que hubo de ver convertirse en Al-Qantara,
para seguir colaborando con lealtad a todos, desde 1946 hasta 1983. Esta
revista, la más importante del arabismo español, estuvo bajo su cuidado
preciso, y no habría sido la misma sin él: se puede decir que sólo le faltó
imprimirla y encuadernarla. Publicó en ella veintiocho artículos, que suponen
la mayoría de los que escribió, y orientó de modo decisivo la investigación de
la toponimia hispanoárabe. En este último aspecto, como investigador de la
toponimia, deja abierto un camino -cuyo inicio apenas pudo ver logrado- que habrán
de recorrer otros. Se ha repetido en él la desgracia de quedarse a la vista de
la tierra prometida, después de haber sacado la investigación de nuestros
topónimos del desierto donde yacían desde la obra de Asín.
Mas, antes de comentar esta aportación fundamental, podemos recorrer los terrenos científicos por los que caminó. Desde sus primeros trabajos se observa una nota que mantuvo siempre, y que coincide con un rasgo fundamental de la Filología española: supo hacer compatible la investigación literaria con la filológica o, más concretamente, la etimológica. Su primer artículo, en Al-Andalus, 1946, versó sobre las primeras antologías arabigoandaluzas, como él decía, con la terminología tradicional; pero, en esas fechas y durante muchos años, colaboraba ya con el profesor de Zurich, César E. Dubler, en el estudio de la transcripción de los nombres griegos al árabe y en la comparación de las versiones griega, árabe y castellana de la Materia Médica de Dioscórides. Las preocupaciones por la historia literaria cuajaban en el estudio sobre la literatura arábigoespañola incluido en la Historia General de las Literaturas Hispánicas, o en la versión sobre el mismo tema que completa la Islamología del Padre Pareja, llegando hasta hoy, hasta su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, sobre la “colección Gayangos” de manuscritos árabes, o el bosquejo biográfico de Ibn Zaydun, publicado como prólogo en la versión de las poesías de este autor editada por Mahmud Sobh. La preocupación por la etimología afloraría más tarde, como hemos de ver, y nos deja una obra inmensa, ante nosotros.
A lo largo de los
años, en detenido trabajo, se iba concretando una lentísima labor de acopio: la
pormenorizada revisión de las fuentes históricas y el cotejo de los mapas,
tarea en la que se enfrascaba nada más llegar a la Escuela, cada tarde, iban
conduciendo a la formación de un ingente fichero de toponimia hispano-árabe. La
obra previa era la de don Miguel Asín, en la cual -como es sabido- se contienen
interpretaciones definitivas, junto a otras dudosas, y algunas disparatadas. Nada
más normal que, en la excitación del propio trabajo, un investigador, acalorado,
juzgue desde una actitud de cierta superioridad el de sus predecesores; pues
bien: en ninguna ocasión he sido testigo de ningún comentario burlesco por su
parte, y jamás toleró la menor broma sobre algunos de los evidentes desaciertos
previos. Sabía mejor que nadie que en etimología y en toponimia todos erramos, y
quería enseñamos que la burla no es remedio; éste debe buscarse en el
aprovechamiento de los datos y el rigor de la investigación. Su indulgencia era
heroica, y por ello ha tenido tantos discípulos y gozado del afecto general.
A partir de 1968
empiezan a publicarse en Al-Andalus sus estudios de toponimia,
resultado, como hemos dicho, de varios años de trabajo, durante los cuales su
producción conocida era de historia literaria. Por mi intensa convivencia con
él en esas fechas, fui testigo privilegiado de la investigación sobre al-walağa,
y de las restricciones que se autoimpuso en la publicación. También aprendí
la lección de consultar a todos, pues hube de responder, en alguna ocasión, a
precisiones de filología hispánica y fonética histórica española, a pesar de
mis pocos años y de encontrarme en plena formación.
Era Elías Terés
el hombre más alejado del nefasto método que consiste en imaginar que una
palabra puede ser un arabismo, ir a un diccionario árabe general a buscar una
raíz parecida fonéticamente, y explicar luego, por las bravas, el “mecanismo”
de derivación, forzando fonética, semántica y lógica. Buscaba, en cambio, la
situación exacta del topónimo, valiéndose de itinerarios y de mapas de escala
menor (el 1:50.000 era su libro de cabecera), se imponía en el conocimiento del
lugar mediante todas las descripciones posibles e, incluso, si podía, metía a
toda la familia en el coche un buen fin de semana, y lo veía directamente.
Al ser los ríos
su preocupación prioritaria, con harta frecuencia había de reconstruir el curso
antiguo, recomponer los meandros, trazar los viejos canales y los sistemas de
riego ya olvidados, sorprendiendo con frecuencia a los naturales del lugar con
observaciones que ellos sólo creían posibles si previamente hubiera estado
allí. En algunos de esos casos (como ante una copa de montilla, o una guitarra
flamenca) afloraba una ironía soterrada que sorprendía mucho la primera vez, y había
en el aire una cierta guasa, una vía espiritual de expansión completamente íntima.
Conjuntaba así la comunicación humana, la comprobación de los datos
documentales, y la investigación de campo.
Los estudios de toponimia ocupan, desde 1972, el primer lugar de sus publicaciones, a veces en colaboración con discípulos más jóvenes. La hidronimia aparece en 1976, también en Al-Andalus, en su estudio «Sobre el nombre árabe de algunos ríos españoles». En 1982 se envía a la imprenta el primer tomo de la Hidronimia, sin que su grave estado de salud le impidiera consultar, pedir lecturas, colaboraciones, aunque, a veces, le faltaran fuerzas y ánimo para ir de una habitación a otra. El tomo segundo, ya acabado, irá también a la impresión, sin que le haya sido concedido un gozo que bien merecía, esa satisfacción indescriptible que produce tener en nuestras manos, terminada, una obra a la que hemos dedicado nuestro esfuerzo y, más en este caso, en el que se le ha dedicado una vida.
No es extraño que
un hombre de estas calidades se fijara en un verso de Abu-l-Walid al-Waqqasi,
en el que se dice:
«Me duele pensar
que las ciencias humanas sólo sean dos, sin poder sumarles nada: una ciencia de
la Verdad, cuya adquisición es imposible, y una ciencia de las cosas vanas,
cuya adquisición no tiene utilidad alguna».
Creo
profundamente que Elías Terés, nuestro maestro, ha alcanzado la ciencia de la
Verdad, y espero que le sea permitido gozar de ella por siempre; mientras
nosotros recogemos y continuamos la labor que nos dejó marcada. Por ello
quisiera pedir a todos el sumarnos a la oración que Massignon enseñó a mi
maestro Américo Castro:
“El Dió piadará,
In sha’ Allah, si Dios quiere”.