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Manuel Ariza |
Teníamos en nuestro huerto un limonero. Leímos los versos de Nizar Qabbani ya antes de mi curso de doctorado con Pedro Martínez Montávez. En aquella universidad tan confusa, tan distinta, nos acercaban a los mundos entrevistos en viajes de cargueros turcos,
Akdeniz, Karadeniz, por el Mediterráneo oriental, en narraciones que mis amigos escuchaban atónitos, cuando no los habían compartido. En aquella universidad, tan convulsa, tan enriquecedora, la lectura y la amistad eran valores cultivados con la firmeza de una fe que ha configurado nuestras existencias.
Es natural, aunque sea falso, embellecer el pasado, porque, como dijo
Wordsworth, "la belleza persiste en el recuerdo". Y ahora estoy hablando del recuerdo de la amistad.
Los amigos persisten por encima del tiempo y el espacio. Manolo Ariza y yo, aunque no compartiéramos todos nuestros cursos y viviéramos la mayor parte de nuestros años profesionales en lugares diferentes, compartimos, desde 1964, cosas fundamentales de nuestras vidas, muchas de ellas familiares y algunas tan señaladas como el fin de ese año, la primera vez que mis padres me dejaron salir a una fiesta después de las uvas, porque también iba Manolo y todo parecía muy aceptable. Teníamos dieciocho años.
Las amistades, quizás especialmente entre hombres, van marcadas por tiempos de gran intercambio y estados latentes que son períodos en los que, como en los buenos vinos, los posos se van sedimentando. También se marcan porque abarcan distintos tipos de actividad e imponen ritmos diversos a nuestro vivir.
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R.Lapesa, M. Seco y D. Alonso |
Manolo y yo empezamos en el mundo de los textos, cuando los intereses literarios tenían -puede ser- más fuerza que los lingüísticos, y fue la realidad de aquella Facultad de Letras la que nos llevó a los caminos rectos de la Filología: más Elías Terés y Dámaso Alonso, en mi caso, más Alonso Zamora Vicente en el suyo y, para los dos, Rafael Lapesa.
Ambos comenzamos con trabajos textuales que tenían mucho de literarios: la épica medieval y el arabismo, para mí, la literatura contemporánea y el humorismo, para él. Es como si hubiéramos arrancado de extremos opuestos para recorrer, en sentidos inversos, el mismo camino. El suyo lo llevó finalmente al siglo XII, el mío, por el momento, al español de los Estados Unidos en el siglo XXI.
Cuando el 15 de octubre de 2013, a pocas horas de conocer la noticia, dediqué la primera parte de mi clase de estudios graduados a explicar a mis alumnos tejanos quién era Manuel Ariza, estaba explicando también quién era yo, quiénes son Soledad Salazar, Jorge Urrutia, José Pérez Lázaro o Enrique Arrufat, vidas profesionales diferentes que arrancan de un mismo tiempo universitario y, claro, quiénes son otros muchos hombres y mujeres cuyos nombres son -como se dice- suficientemente conocidos. Para que me entendieran, tuve que comenzar por una inolvidable anécdota de don Rafael Lapesa, al inicio de nuestras carreras. Don Rafael le dijo a Manolo que el curso siguiente le encargaría la materia de "Toponimia y Onomástica", una asignatura optativa. Manolo le contestó:
- Don Rafael, que yo no sé nada de eso.
La respuesta de Lapesa -muy suya- fue irrefutable:
- Pues sepa.
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Manuel Ariza y su discípula Lola Pons |
Lo hizo y, además de iniciar su carrera profesional española de cuyo magisterio escriben sus
discípulos emocionadas despedidas, prolongadas en internet, consiguió colocar a España en los grupos de trabajo que (generalmente desde Alemania, cómo no) preparaban las grandes colecciones (hoy, bases de datos) de información sobre los nombres de lugar y de persona. Y es que, a través de su aire desgarbado y distraído, mortal pitillo en mano, cuando no un vaso de whisky, más allá de los horrorosos chistes "lapesianos", sabía mantener una férrea disciplina de trabajo, compatible con un sentido puro de la libertad. Había horas para todos y para todo en el ambiente de la Facultad, en Pisa, Madrid, Málaga, Cáceres o Sevilla, donde los alumnos siempre podían encontrarlo y donde él, misteriosamente, sabía encontrar tiempo y lugar para investigar y escribir.
La Onomástica, la Fonología Histórica, la Historia de la Lengua, el Comentario de textos, el estudio de un siglo completo, años y páginas, fueron compatibles con una actividad social tan intensa como la requerida por la institución que debía reunir esos saberes, llevarlos de los investigadores a los estudiantes, la
Asociación de Historia de la Lengua Española, que creó, animó con congresos multitudinarios presididos (Sevilla, 1990) por SSMM los
Reyes y a cuyo frente supo poner a los más distinguidos profesores del momento, que no pudieron negarse, porque era imposible decir que no a una insistencia tan generosa y tan desprendida. A Manolo, como a todos los grandes individualistas, le importaba el trabajo bien hecho, no el medro personal. Su historia académica lo demuestra.
Mi escasa paciencia para esas actividades sociales acabó llevando nuestra amistad a un largo estado latente, con un hilo de publicaciones intercambiadas y encuentros en reuniones científicas o visitas familiares. Cuando hablé con él por última vez, ya por teléfono, pocas semanas antes del final, el tiempo de nuestra amistad seguía siendo el mismo y su voz sonaba tranquila y coherente, con una aceptación disciplinada de la realidad. Poco después, con motivo de un correo mío para comunicarle el fallecimiento de Sam
Armistead y preguntarle si recordaba algo de su paso por el seminario de Lapesa, en nuestros años iniciáticos, recibí el que resultó su último correo electrónico: "Envidio tu memoria. No recuerdo haberle visto nunca. Un abrazo." Cuando volví a llamar, sólo pude hablar con Ninfa o dejar un mensaje en el contestador.
Detrás de estos días de dolorido sentir viven y vivirán personas, recuerdos y lugares compartidos: Italia, con Pisa en primer lugar, Alemania, Norteamérica (especialmente Madison y Montreal). También los lugares de España donde íbamos en mi flamante Citroën a estudiar la toponimia menor y, de paso, hablar de todo, probar (muy a lo Zamora Vicente) vinos y comidas de la tierra y hacer planes para un futuro que nunca se dejó sujetar a ellos. Así aprendimos que Olmeda de las Flores había cambiado su nombre original, Olmeda de la Cebolla, porque sus habitantes no eran conscientes de que esa palabra "cebolla" no era tal, sino una etimología popular por
Yubaila, en árabe 'montecito'. Una pena, porque si la hubieran llamado
Olmeda del Montecito, hubieran sido fieles a su propia historia toponímica, sin cebolla. Anécdotas y anécdotas.
Libros, cartas, separatas. Dentro de unas semanas regresaré a Madrid y a las carpetas en cuyos lomos rojos una etiqueta dice "ARIZA". En los días de España me esperan largas horas de relectura y vivencias. Largas horas, ya no tan largas.
Teníamos en nuestro huerto un limonero. Qabbani, que continúa su poema con el recuerdo de la casa perdida, de una vida y recuerdos que el árbol simboliza, concluye:
Se llevaron nuestro limonero. Nuestros ojos no volverán a ver la primavera.