Friday, August 23, 2013

Sam Armistead (1927-2013)

Mis primeros y vagos recuerdos de Sam remontan a finales de los años sesenta, en el seminario de don Rafael Lapesa en la Universidad Complutense, como una figura que pasó por allí y con quien entonces no hablé; pero el primer recuerdo nítido está relacionado con el homenaje de Taurus a Américo Castro, en 1971. Ambos nos interesamos simultáneamente por el ejemplar sobrante de la presentación  y Jesús Aguirre aprovechó la circunstancia para presentarnos. Como es natural, Sam se llevó el libro. Desde entonces mantuvimos una cordialísima relación, con intercambio de publicaciones, coincidencias en congresos, seminarios en Madrid, reuniones con Diego Catalán o visitas mías a Davis o suyas a Berkeley, con la común amistad de Arthur Askins o Charles Faulhaber. Especialmente en los últimos años las coincidencias presenciales eran más complicadas, por su horario completamente nocturno; pero nos las arreglamos para mantener contacto telefónico.
Para quienes no resulte un nombre tan familiar, aclararé que se trata de uno de los más destacados investigadores de la transmisión tradicional de la lengua y la literatura españolas, tanto en las versiones cristianas como judaicas, autor de treinta libros y quinientos artículos, en números redondos. Su interés arranca, muy en la línea neotradicionalista de Ramón Menéndez Pidal, de las crónicas medievales y su relación con la épica y el romancero. Recuerdo alguna llamada telefónica para expresarme, muy amablemente, su discrepancia porque en mi edición del Cantar de Mio Cid no había seguido decididamente alguna interpolación de don Ramón, procedente de las crónicas. Tuve que explicarle que mis convicciones sobre el neotradicionalismo seguían siendo las mismas y que se trataba sólo de una exigencia del tipo de edición; pero no lo convencí. Para él la continuidad entre historia, épica y romance estaba más que probada y no se debía dejar resquicio a ninguna hipotética discrepancia.
Siendo sobre todo medievalista, su condición de folclorista tenía que llevarlo directamente a interesarse por los restos de variantes lingüísticas españolas en los Estados Unidos, especialmente las mejor conservadas, las canarias de los isleños de Luisiana. Sus trabajos y entrevistas (muchas todavía inéditas) son decisivos a la hora de conocer la historia de esas hablas, salvándolas de su lento proceso de desaparición, que fenómenos naturales como el huracán Katrina de 2005 tanto han agravado.
En la realidad de las encuestas cuenta mucho la empatía entre encuestador y encuestado. El cuestionario es necesario; pero limita y coarta. La conversación con Sam, su capacidad de provocación de los interlocutores, hacía aflorar historias, palabras, expresiones, canciones que los propios interlocutores creían olvidadas o que su timidez inicial les había impedido presentar.
Este proceso ha resultado fundamental no sólo para la tradición peninsular o canaria, en España y América, sino muy especialmente para la judeo-española. Además de preservar los textos sefardíes, su aportación ha sido valiosísima para rescatar la música. Era frecuente que incluyese en sus clases o presentaciones fragmentos entonados por él mismo, una tradición con la que me siento muy gratamente identificado y que, en mi opinión, nada objetiva, los alumnos aprecian.
Discípulo de Américo Castro, heredó directamente su vinculación a la escuela española de Filología y la llevó a cimas magistrales. Correspondiente de la Real Academia Española y doctor honoris causa por la Universidad de Alcalá de Henares, recibió también, entre otros muchos premios, el de Antonio de Nebrija. Y, sobre todo, será recordado mientras vivamos por quienes tuvimos el honor de ser sus amigos y nos consideramos (aunque él pondría alguna de sus típicas objeciones) sus discípulos.
¿Qué nos vincula y qué permanece? Nos vinculan nombres, de personas e instituciones: Menéndez Pidal, Castro, Lapesa, Catalán, Silverman, Faulhaber, Askins. Nos une también la convicción de que la poesía y las tradiciones permanecen, a veces en primer plano, a veces latentes, de que el pueblo tiene interés por conservar y el proceso de conservación, que puede ser extraordinariamente fiel, puede tener una versión creativa. Cuando encuentro romances españoles en el sur de Tejas, en Nuevo México o en el norte de México tengo que percibir su transformación hacia el corrido; pero es innegable el elemento que subsiste. Este elemento va más allá del núcleo argumental, para incluir aspectos retóricos tradicionales que siguen firmes. Sevilla puede haber dado paso a una localidad mexicana; pero las hijas siguen siendo siete, sin hermano varón y sigue siendo la pequeña la que quiere ir a la guerra vestida de hombre, igual con la casada infiel, o con Gerineldo. Cuando, en medio de una conversación en la que tratamos de hacer aflorar un viejo texto, uno de los interlocutores (no siempre mujer) se arranca con unos versos de romance, con una música anterior a la presencia de los europeos en este continente, se siente ese escalofrío delicioso por la espalda y se refuerza la conciencia de lo que debemos a maestros que dieron el ejemplo de sus vidas.