Mi alejamiento de ciertos sectores de España es tal que me entero hoy, con profundo dolor, de la muerte de Miguel García Posada, ocurrida el pasado 18 de enero. Hacía años, muchísimos, que no nos veíamos, simplemente porque no coincidíamos espacialmente. Tuve siempre por él gran admiración y leí lo que pude suyo con claro aprecio. Es sintomático que nadie me avisara, ni me lo recordara en este largo y cálido verano de 2012 en Madrid.
Coincidimos Miguel y yo en las oposiciones a cátedras de Institutos Nacionales de Enseñanza Media, en Madrid, en el año de 1973. Presidía Don Emilio Orozco y el otro catedrático de Universidad era don Francisco Ynduráin. El tribunal se completaba con tres catedráticos de Instituto cuyos nombres no recuerdo. Miguel eligió el Beatriz Galindo y yo el Isabel la Católica. El Ministerio de Educación no publicó los nombramientos hasta noviembre de ese año y no empezamos el curso en nuestras cátedras hasta el otoño de 1974, por eso sólo pasé menos de un curso --felicísimo-- en el Isabel, porque en 1975 gané la plaza de la Universidad de Zaragoza e inicié mi periplo universitario como profesor permanente (1976 Valladolid, 1981 Autónoma de Madrid, 2001 Roma 'La Sapienza', 2004 Universidad de Tejas en San Antonio).
El año académico 1973-74 fue especialmente duro para Miguel. Yo sobreviví gracias a las clases de la Complutense, con don Rafael Lapesa y a unas clases de lengua para relaciones públicas que me proporcionó don Fernando Lázaro Carreter. Luego me hizo todo el daño que pudo; pero siempre le agradeceré que, gracias a su recomendación, sobrevivimos ese año sin pedir a nadie. Miguel tuvo que irse a Albarracín, con sus suegros. Allí lo visité y pasamos un día inolvidable, hablando del lugar, de los proyectos, de la vida y del cambio de España, que ya era inminente, aunque todavía el Régimen parecía tener cierta fortaleza. Lectores de Il Gattopardo, el optimismo de la edad no nos permitió reconocer que todo cambiaría para que todo siguiera igual. Si nos vimos después, fue siempre en actos colectivos y, sinceramente, no me acuerdo. Ese momento fijó mi imagen de Miguel.
Leo ahora las crónicas de su muerte y me alegro de no estar en España y de haber dejado todo dispuesto para que se haga lo posible por evitar que me ocurra algo parecido. Lo traeré a colación porque la dureza de la vida de un crítico español queda manifiesta, así como la envidia y los rencores que carcomen ese pobre país. Él no fue blando, es cierto; pero es que su nivel era muy superior a la mediocridad que siempre acaba dominando en esos pagos, por el bien conocido sistema clientelista. Una herencia de Roma que alcanza en la Península Ibérica niveles que no se han conservado en la Itálica.
Para los plumíferos "encarnó el prototipo del crítico a la
vieja usanza, al estilo de Rafael Conte y algunos más". Es decir, su clara batalla por la literatura real, no por la porquería partidista al uso o los autores de masas, lo hizo protagonista de polémicas. Especialmente ácido fue en sus juicios de Arturo Pérez-Reverte, de quien no es éste lugar para opinar y cuyos artículos, en general, estimo sobremanera. Cuando tuvo ocasión, con motivo de una novela de Miguel, Pérez-Reverte ejercitó la vendetta sin rebozo.
Pero la anécdota que define perfectamente lo que es el mundo hispano de las letras es la protagonizada por un colega que, oculto en un pseudónimo (con ese valor cívico característico por su ausencia) habló de una reunión científica “enriquecida por la ausencia de García-Posada”. Una autodefinición, sin duda.
Como su obra y trayectoria están bien resumidas en Wikipedia, entre otros sitios, sólo quiero añadir, para terminar, una reflexión que arranca de su libro en prosa La ausencia. Un viaje interior a través de los recuerdos. Es, por supuesto, el libro que, de algún modo, algunos otros amigos, como Jorge Urrutia, ya han escrito y que los demás quizás escribamos si dejamos a un lado cosas sólo en apariencia más importantes. El heterónimo es Rafael Bouzano, quien no acude al entierro de su tía Isabel, la mujer a quien más quiso. Escribe para compensar esa falta, justificada por la vanidad: va a una reunión de grandes especialistas, como invitado especial. Durante su viaje al Norte compone un viaje interior al Sur, recreando su vida y sus recuerdos.
Escribir sobre nuestras contradicciones es más difícil de lo que parece, en buena medida porque no solemos ser conscientes de muchas de ellas. Además, uno no debe vivir desviviéndose, como siempre me decía mi maestro, don Américo Castro. ¿A qué huele el tiempo? A tierra mojada, a cristalitos de mica del granito que brilla con el sol del verano, a medianoches rellenas de un pescado inolvidable, a ensaladilla rusa, a la chaqueta de un amigo que nos echó el brazo por el hombro cuando estábamos mal, a labios que dejaron un recuerdo imborrable; a mujeres que guisaron y mujeres que besaron, a la nube que vela y muestra nuestra vida.