El muro
corta el camino a Jericó, en Jerusalén Este. Junto a la gasolinera situada en
ese lugar, el conductor del 236 termina sus oraciones, recoge la alfombra, que
enrolla y guarda allí mismo y se dirige al autobús. Dentro ya estamos sentados
parte de los pasajeros, que, a la entrada del chofer, nos levantamos, pagamos y
regresamos a nuestros asientos. Empieza entonces el recorrido desde
Ras-el-Amud, la colina donde se colocaban los ídolos en sus columnas, hasta
Bab-el-Amud, más conocida en Occidente como la Puerta de Damasco, la entrada a
la Ciudad Antigua, al Jerusalén dividido en cuatro: musulmán, armenio, judío y
cristiano, si giramos como las manecillas del reloj. No se confunda musulmán
con árabe. Hay todavía muchos árabes cristianos en Jerusalén y muchos viven en
mi barrio, en Ras-el-Amud.
La compañía
de autobuses árabe es totalmente distinta de la que opera los autobuses
hebreos, en otros lugares de la ciudad. A veces coinciden parcialmente las
líneas; pero generalmente cada comunidad vive de espaldas a la otra y desconoce
cómo funciona su administración. Los árabes se desplazan por todo o casi todo
Jerusalén, mientras que los judíos nunca o casi nunca van a Jerusalén Este. A
veces es preciso tomar dos taxis desde el aeropuerto, uno hasta la Puerta de
Damasco y otro hacia la parte árabe desde allí.
Elissa |
El lector
ha conocido ya al primer tipo de conductor del 236, el piadoso-orante. Hay un segundo
tipo piadoso, el piadoso-oyente, que lleva la radio con salmodias del Corán a
todo volumen, en un gesto de autoafirmación que a veces resulta patético,
porque nadie parece prestarle la menor atención. Es un ruido de fondo de
bastantes lugares. La nómina de los oyentes no está agotada, faltan dos, el
noticiero y el étnico. El noticiero lleva la radio conectada a la emisora
palestina que transmite noticias desde Ramala y cumple con su obligación de
informar a la población de lo que está pasando al otro lado del muro, desde fuentes
y perspectivas diferentes de las oficiales israelíes. En realidad, lejos de ser
algo revolucionario y enérgico, resulta melancólico e inocente, más que nada
tierno. El conductor oyente-étnico, en cambio, representa otra visión de su
mundo: la artístico-musical. El volumen es siempre el mismo, nadie debe
perderse una nota. Ofrece una completa introducción en el cancionero árabe moderno,
desde lo clásico (Umm Kulthum, Fairuz) a lo contemporáneo (Elissa, Diana
Haddad, Dina Hayek, Samira Said).
Samira Said |
Es probable
que los conductores vivan en la zona, porque a veces las horas de salida se
ajustan a los horarios de algunos pasajeros. Y no se habla de las paradas,
porque el autobús para siempre y cuando un vecino levante la mano, sea donde
sea, aunque el anterior lo haya parado diez metros antes. De hecho, en los
siete últimos meses sólo en una ocasión he viajado en un 236 cuyo conductor
sólo se detuviese en las paradas indicadas. Naturalmente, cada uno tiene sus
preferencias, desde el que se detiene donde hay una señora con sus bolsas; pero
hace que la gente joven corra un poco, hasta el que espera pacientemente a
todos los pasajeros. Es decir, en la parada de la rotonda grande donde
confluyen las calles del barrio, ve a las personas que bajan por la cuesta de
enfrente. Cada una va a su paso, no hay necesidad de apresurarse, porque el
autobús esperará los minutos necesarios. Con esta política, el trayecto podría
alargarse de los quince minutos mínimos hasta los sesenta; pero hay soluciones,
por ejemplo, al llegar al cruce o glorieta siguiente, entrar a contramano y
saltarse la fila que aguarda pacientemente la solución del atasco. “Paciencia” es
la palabra clave para sobrevivir en Jerusalén, desde luego.
Prefiero
tomar el autobús de las 7:45. Es el que toman los estudiantes apurados o
rezagados. Los pequeños van con sus madres y los mayores ofrecen una serie de
coincidencias y discrepancias. De arriba abajo coinciden en los chicos el pelo
rapado a los lados y las sudaderas y zapatillas de marcas, falsificadas. Casi
todos llevan sus pantalones de mezclilla, los vaqueros. Las chicas coinciden
con ellos en las zapatillas y, a menudo, en los vaqueros, que llevan en general
debajo de la falda, cuando son musulmanas de cabeza cubierta. El pañuelo o
cubrecabezas en las jóvenes varía más que en las mujeres casadas o en las
mayores, al igual que la longitud del vestido. Algunas chicas, no sólo
cristianas, lucen sin cubrir sus espléndidas melenas, otras las recogen en un
moño bajo pañuelos de diversos colores y otras cubren completamente cabeza y
cuello. En general, evitan sentarse al lado de un chico o un hombre y sólo lo
hacen si no hay otra opción. A veces, cuando veo que han buscado cuidosamente
dónde sentarse antes de hacerlo a mi lado, les digo en voz baja que no soy el
demonio. Sonríen y me quedo con las ganas de empezar una conversación, porque
soy consciente de que se quedan con la curiosidad, no del demonio, supongo,
sino de ese señor mayor que les habla.
Como en
muchos lugares del mundo, las mujeres hablan entre sí, las chicas leen y los
chicos suelen jugar con sus teléfonos celulares o repasar apresuradamente sus
apuntes de química orgánica. Si no hay que ir temprano al centro, el entorno
del autobús cambia considerablemente. Es la hora de las mujeres, sobre todo las
casadas, de todas las edades, que van a la compra o de compras. Predominan las
cabezas cubiertas y los vestidos largos. Son frecuentes las zapatillas
deportivas; pero se ven más zapatos que
a las 7:45. Suelen sentarse en la parte delantera y prefieren los
asientos enfrentados, que permiten una tertulia de cuatro, una oportunidad bien
aprovechada. Hablan, como en todas partes, de niños y de precios o de otras
mujeres. No hablan de sus maridos o de política. Se oyen pocas conversaciones
de política en el autobús.
Han pasado
entre veinticinco y treinta y cinco minutos, el 236 ha dado la vuelta a la
muralla y recorre ahora su lado nordeste. Parará en la Puerta de Herodes para
descargar a la mayoría de quienes van de compras y se irá colocando para dejar
al resto de los viajeros antes de entrar en la estación de los autobuses árabes
del Este. Si por la calle anterior sale un autobús de chofer conocido, se
saludarán y pitarán. El claxon es compañero inseparable de los conductores
hierosolimitanos. Sirve para saludar y reprochar, para advertir y agradecer.
Jerusalén no sería la misma ciudad sin el claxon, sin el conductor que se para
donde quiere y arranca sin luces de aviso, sin los conductores de autobús que
se cruzan en el camino e intercambian botellas de agua, dátiles, manzanas o una
nota o un paquete que continuará de mano en mano su recorrido hacia su destino
final. El viajero sale, cruza hacia la Puerta de Damasco o sigue hacia una de
las otras dos estaciones árabes de autobús de la zona, si quiere desplazarse
fuera de Jerusalén Este. En el mostrador de los panes de la esquina los
clientes aprietan la mercancía con la mano para elegir el más tierno. Los
niños, también aquí, compran chuches, las mujeres se apresuran a la compra,
unas jóvenes van corriendo a sus trabajos sin parar de hablar, suben y bajan
turistas de sus autobuses, un grupo de jóvenes fuma en una esquina. Saludo a un
taxista conocido y sigo mi camino hacia mi destino, la cartera llena de
apuntes y cuadernos y la cabeza de imágenes, olores y sonidos. Regresaré a
Ras-el-Amud en uno de los autobuses de la tarde, bien lleno de jóvenes que han terminado
su jornada escolar o bien de mujeres con bolsas grandes llenas que dejarán donde les
sea más cómodo del autobús y recogerán cuando salgan, porque nadie roba en el
236. Al final, muchas veces el único viajero que llega a la última parada, me
despediré del chofer y, tras pasar por la casa del cónsul de Turquía, subiré la
cuesta hasta la Casa de Santiago.