Sunday, March 24, 2019

El autobús árabe 236


El muro corta el camino a Jericó, en Jerusalén Este. Junto a la gasolinera situada en ese lugar, el conductor del 236 termina sus oraciones, recoge la alfombra, que enrolla y guarda allí mismo y se dirige al autobús. Dentro ya estamos sentados parte de los pasajeros, que, a la entrada del chofer, nos levantamos, pagamos y regresamos a nuestros asientos. Empieza entonces el recorrido desde Ras-el-Amud, la colina donde se colocaban los ídolos en sus columnas, hasta Bab-el-Amud, más conocida en Occidente como la Puerta de Damasco, la entrada a la Ciudad Antigua, al Jerusalén dividido en cuatro: musulmán, armenio, judío y cristiano, si giramos como las manecillas del reloj. No se confunda musulmán con árabe. Hay todavía muchos árabes cristianos en Jerusalén y muchos viven en mi barrio, en Ras-el-Amud.
La compañía de autobuses árabe es totalmente distinta de la que opera los autobuses hebreos, en otros lugares de la ciudad. A veces coinciden parcialmente las líneas; pero generalmente cada comunidad vive de espaldas a la otra y desconoce cómo funciona su administración. Los árabes se desplazan por todo o casi todo Jerusalén, mientras que los judíos nunca o casi nunca van a Jerusalén Este. A veces es preciso tomar dos taxis desde el aeropuerto, uno hasta la Puerta de Damasco y otro hacia la parte árabe desde allí.
Elissa
El lector ha conocido ya al primer tipo de conductor del 236, el piadoso-orante. Hay un segundo tipo piadoso, el piadoso-oyente, que lleva la radio con salmodias del Corán a todo volumen, en un gesto de autoafirmación que a veces resulta patético, porque nadie parece prestarle la menor atención. Es un ruido de fondo de bastantes lugares. La nómina de los oyentes no está agotada, faltan dos, el noticiero y el étnico. El noticiero lleva la radio conectada a la emisora palestina que transmite noticias desde Ramala y cumple con su obligación de informar a la población de lo que está pasando al otro lado del muro, desde fuentes y perspectivas diferentes de las oficiales israelíes. En realidad, lejos de ser algo revolucionario y enérgico, resulta melancólico e inocente, más que nada tierno. El conductor oyente-étnico, en cambio, representa otra visión de su mundo: la artístico-musical. El volumen es siempre el mismo, nadie debe perderse una nota. Ofrece una completa introducción en el cancionero árabe moderno, desde lo clásico (Umm Kulthum, Fairuz) a lo contemporáneo (Elissa, Diana Haddad, Dina Hayek, Samira Said).
Samira Said
Es probable que los conductores vivan en la zona, porque a veces las horas de salida se ajustan a los horarios de algunos pasajeros. Y no se habla de las paradas, porque el autobús para siempre y cuando un vecino levante la mano, sea donde sea, aunque el anterior lo haya parado diez metros antes. De hecho, en los siete últimos meses sólo en una ocasión he viajado en un 236 cuyo conductor sólo se detuviese en las paradas indicadas. Naturalmente, cada uno tiene sus preferencias, desde el que se detiene donde hay una señora con sus bolsas; pero hace que la gente joven corra un poco, hasta el que espera pacientemente a todos los pasajeros. Es decir, en la parada de la rotonda grande donde confluyen las calles del barrio, ve a las personas que bajan por la cuesta de enfrente. Cada una va a su paso, no hay necesidad de apresurarse, porque el autobús esperará los minutos necesarios. Con esta política, el trayecto podría alargarse de los quince minutos mínimos hasta los sesenta; pero hay soluciones, por ejemplo, al llegar al cruce o glorieta siguiente, entrar a contramano y saltarse la fila que aguarda pacientemente la solución del atasco. “Paciencia” es la palabra clave para sobrevivir en Jerusalén, desde luego.
Prefiero tomar el autobús de las 7:45. Es el que toman los estudiantes apurados o rezagados. Los pequeños van con sus madres y los mayores ofrecen una serie de coincidencias y discrepancias. De arriba abajo coinciden en los chicos el pelo rapado a los lados y las sudaderas y zapatillas de marcas, falsificadas. Casi todos llevan sus pantalones de mezclilla, los vaqueros. Las chicas coinciden con ellos en las zapatillas y, a menudo, en los vaqueros, que llevan en general debajo de la falda, cuando son musulmanas de cabeza cubierta. El pañuelo o cubrecabezas en las jóvenes varía más que en las mujeres casadas o en las mayores, al igual que la longitud del vestido. Algunas chicas, no sólo cristianas, lucen sin cubrir sus espléndidas melenas, otras las recogen en un moño bajo pañuelos de diversos colores y otras cubren completamente cabeza y cuello. En general, evitan sentarse al lado de un chico o un hombre y sólo lo hacen si no hay otra opción. A veces, cuando veo que han buscado cuidosamente dónde sentarse antes de hacerlo a mi lado, les digo en voz baja que no soy el demonio. Sonríen y me quedo con las ganas de empezar una conversación, porque soy consciente de que se quedan con la curiosidad, no del demonio, supongo, sino de ese señor mayor que les habla.
Como en muchos lugares del mundo, las mujeres hablan entre sí, las chicas leen y los chicos suelen jugar con sus teléfonos celulares o repasar apresuradamente sus apuntes de química orgánica. Si no hay que ir temprano al centro, el entorno del autobús cambia considerablemente. Es la hora de las mujeres, sobre todo las casadas, de todas las edades, que van a la compra o de compras. Predominan las cabezas cubiertas y los vestidos largos. Son frecuentes las zapatillas deportivas; pero se ven más zapatos que  a las 7:45. Suelen sentarse en la parte delantera y prefieren los asientos enfrentados, que permiten una tertulia de cuatro, una oportunidad bien aprovechada. Hablan, como en todas partes, de niños y de precios o de otras mujeres. No hablan de sus maridos o de política. Se oyen pocas conversaciones de política en el autobús.
Han pasado entre veinticinco y treinta y cinco minutos, el 236 ha dado la vuelta a la muralla y recorre ahora su lado nordeste. Parará en la Puerta de Herodes para descargar a la mayoría de quienes van de compras y se irá colocando para dejar al resto de los viajeros antes de entrar en la estación de los autobuses árabes del Este. Si por la calle anterior sale un autobús de chofer conocido, se saludarán y pitarán. El claxon es compañero inseparable de los conductores hierosolimitanos. Sirve para saludar y reprochar, para advertir y agradecer. Jerusalén no sería la misma ciudad sin el claxon, sin el conductor que se para donde quiere y arranca sin luces de aviso, sin los conductores de autobús que se cruzan en el camino e intercambian botellas de agua, dátiles, manzanas o una nota o un paquete que continuará de mano en mano su recorrido hacia su destino final. El viajero sale, cruza hacia la Puerta de Damasco o sigue hacia una de las otras dos estaciones árabes de autobús de la zona, si quiere desplazarse fuera de Jerusalén Este. En el mostrador de los panes de la esquina los clientes aprietan la mercancía con la mano para elegir el más tierno. Los niños, también aquí, compran chuches, las mujeres se apresuran a la compra, unas jóvenes van corriendo a sus trabajos sin parar de hablar, suben y bajan turistas de sus autobuses, un grupo de jóvenes fuma en una esquina. Saludo a un taxista conocido y sigo mi camino hacia mi destino, la cartera llena de apuntes y cuadernos y la cabeza de imágenes, olores y sonidos. Regresaré a Ras-el-Amud en uno de los autobuses de la tarde, bien lleno de jóvenes que han terminado su jornada escolar o bien de mujeres con bolsas grandes llenas que dejarán donde les sea más cómodo del autobús y recogerán cuando salgan, porque nadie roba en el 236. Al final, muchas veces el único viajero que llega a la última parada, me despediré del chofer y, tras pasar por la casa del cónsul de Turquía, subiré la cuesta hasta la Casa de Santiago.