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Américo Castro |
En la
denominación de nuestra lengua se mezclan consideraciones lingüísticas e
interpretaciones históricas. Don Américo, en los estudios recogidos en Sobre
el nombre y el quién de los españoles, insistió en que lo que agrupaba a
los habitantes de la Península Ibérica que se expresaban en lengua romance era
la idea religiosa, no la política. Lo precisó así en ‘Español’, palabra
extranjera: razones y motivos:
La lengua, además de comunicar, ofrece trasfondos de vida interpretable. Al
llamarse cristianos los futuros españoles, situaban su existencia en un más
allá, porque no es lo mismo vivir en una creencia sobrenatural que en una
tierra sentida como una proyección del grupo humano en el cual el hablante se
encuentra incluso. Cuando Hispania era una provincia romana, había en ella astures
que moraban en Asturias; gallaici, en Gallaecia […]. Más
tarde hubo lugares o aldeas llamados romanos o godos (u otros
nombres parecidos) a causa de ser eso sus pobladores.
Mas en ninguno de aquellos casos logró dimensión extrarregional y durable
la correlación del habitante con la tierra habitada, y de ahí arranca todo el
problema de la historia española. Entre el habitante y la tierra habitada se
interpuso una circunstancia sobrenatural, más precisamente oriental, y motivado
por ello el nombre de los futuros españoles hubo de venirles de fuera.
A lo largo de la lucha con el musulmán, con la religión como aglutinante, va constituyéndose, de modo peculiar, la morada vital de los españoles, en torno a una Castilla que centra, por diversas razones, los elementos que constituirán España. Para que este punto no aparezca excesiva y falsamente simplificado conviene advertir que los habitantes de la Península Ibérica que se expresaban en lengua románica sentían que tenían entre sí de común (salvo los mozárabes que se hubieran convertido al islam) el ser cristianos. Este autodefinirse como cristianos no suponía, sin embargo, que se viesen indiferenciados respecto a los cristianos ultrapirenaicos. Se sentían afincados en una tierra cuya mayor parte les habían arrebatado los musulmanes y que ellos querían reconquistar. Así lo dice claramente Alfonso III. En esos ocho siglos de lucha los cristianos peninsulares, que fueron asimilando conceptos vitales semíticos en contacto con judíos y musulmanes, se hicieron españoles. Así lo reconocen, por ejemplo, Pedro Laín, para lo cultural y Antonio Tovar para lo lingüístico. He aquí lo que el primero propone, para resolver un inmediato problema terminológico, en Una y diversa España: "De acuerdo con la razonable propuesta de Américo Castro, damos el nombre de 'cultura española' sólo a la que nace y se constituye después de Covadonga". Tovar, por su parte, a propósito de la relación de las circunstancias creadas por la Reconquista y la evolución del latín hispánico, afirma, en Lo que sabemos de la lucha de lenguas en la Península Ibérica:
Américo Castro ha encontrado en estas circunstancias tan peculiares una de
las claves de la existencia de nuestro país, y por eso ha dicho que: "las
circunstancias que motivaron la fragmentación del latín en Francia e Italia
estaban presentes en su mayor parte antes del siglo VIII, y adquirieron pleno
desarrollo en aquel siglo. En España, por el contrario, su disposición
lingüística enlazaba con lo acontecido en el siglo VIII y IX, es decir, con
circunstancias nuevas respecto de las dominantes en la época visigótica".
Como colofón podemos
obtener una conclusión terminológica y otra histórica: el término
"español" no puede aplicarse a quienes vivieran en la Península
Ibérica antes de que ésta se constituyese con conciencia española a lo largo de
la Reconquista: los iberos, celtas, hispanorromanos o hispanogodos, como
Viriato, Indíbil y Mandonio, Marcial, Séneca o S. Isidoro, no eran españoles,
podemos llamarlos, con criterio geográfico, "hispanos" o
"hispánicos", pero no españoles. La conclusión histórica procede de
observar cómo lo español comienza siendo lo castellano, que se va ampliando
hasta englobar en lo abarcable por su radio vital a los otros pueblos
españoles, si bien este abarcar ha tenido sus límites (y no trazados por esos
otros pueblos precisamente; la empresa del Imperio fue castellana, la reina
Isabel excluyó de ella a los aragoneses y los catalanes). Esto, de cualquier
modo, puede tener consecuencias en la construcción del presente hacia el
futuro, pero jamás hacia el pasado, en palabras de Américo Castro:
Los castellanos fueron castellanizando y españolizando, hasta donde les fue
posible, a leoneses, gallegos, navarros, aragoneses, catalanes, valencianos, a
los indios de América. Pero no españolizaron a los celtíberos, ni a los
tartesios, ni a los iberos, porque ya no existían ningunos "nosotros"
que continuaran llamándose visigodos, iberos o celtíberos.
La situación política tuvo repercusiones en la lingüística. Al unirse Galicia y León el centro se desplazó hacia el Este, el gallego quedó aislado y prosiguió en su uso hasta hoy. Cuando León se unió a Castilla fue la segunda la que impuso su lengua, quedando marginado el leonés. La unión de Aragón y Cataluña benefició al catalán, pero lo que acarreó el progresivo desuso del aragonés fue la unión con Castilla. Cataluña, en cambio, alejada de Castilla por la política de división de los reinos y por la distancia (Aragón mediante) pudo conservar su lengua y su cultura. Para la designación de la lengua esto tiene su importancia: las regiones extremas, que conservan sus propias lenguas, tan de España como el castellano, prefieren que "gallego" o "catalán" se contrapongan a "castellano", y utilizan menos "español" como equivalente de "castellano". Las otras regiones, en cambio, que no tienen una lengua autóctona distinta de la de Castilla (descontados los focos reducidos de leonés y aragonés), consideran la lengua de Castilla tan suya como de los castellanos, y prefieren utilizar "español" para designar la lengua común, mientras que ven en "castellano" una señal de predominio de una región, en materia lingüística, cuando la lengua es sentida como propiedad de todos. En América, en cambio, hay una relación de nacionalidades que hace de "español" un término ligado a España como país, mientras que "castellano" es un término inocuo, histórico, ligado al pasado y, por ello, preferido. Esto no supone que la preferencia sea exclusiva. La experiencia nos muestra casos de vacilación, incluso en un mismo autor y obra; si, en nuestro caso, nos inclinamos a pensar que en Argentina predomina abrumadoramente "castellano" (incluso en los programas educativos). mientras que en México se usa con mucha frecuencia "español", tal vez otros observadores puedan tener una opinión distinta.
El nombre de la
lengua que estudiamos parece ser, pues, un problema más complejo de lo que
pudiera pensarse a primera vista, por ello conviene detenerse en su explicación
un poco más.
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Rafael Lapesa |
Español, pues, pertenecería a la misma oleada que
nos trajo palabras que hoy son tan nuestras como solaz, donaire, fraile,
monja, homenaje o deleite. La razón por la que fue necesario que
viniera de fuera está ligada a una visión también externa de nuestra historia.
Los habitantes del norte de la Península eran, todos ellos, cristianos, frente
a los moros del sur; entre sí eran leoneses, castellanos, catalanes, etc., con
estas denominaciones satisfacían sus necesidades comunicativas. Al norte de los
Pirineos, sin embargo, se imponían otras denominaciones: el particularismo de
leonés o castellano no tenía ya objeto, lo que el habitante de la antigua Galia
buscaba era un nombre que cuadrase a los habitantes de Hispania (diferenciados
de los moros). Cristiano no era término que pudiera emplear. puesto que
franceses y provenzales eran también cristianos, y, por otro lado, a diferencia
de los cristianos de Hispania, para los de Francia y Provenza este término era
sólo religioso, no político: necesitaban un término, por decirlo así, laico, y español
satisfizo esta necesidad. El término, luego, hizo fortuna y fue adoptado por
aquellos a quienes designaba, aunque parece claro que, mucho tiempo después, español
sigue sin significar lo mismo para todos nosotros.
Este esbozo de
historia de un término, deudor de tantas plumas preclaras, no ha querido ser
sino un rápido apunte conceptual que nos permitiera comprender que gran número
de las dificultades que surgen y han surgido en la aplicación del adjetivo
"español" a nuestra lengua se debe, efectivamente, a que entre las
palabras España y español media un milenio, cuyo inicio difiere
del final en que en éste se ha constituido lo que hoy llamamos, con
connotaciones bien distintas, "España".