Tuesday, February 11, 2025

Lengua e historia en la palabra "español"

Américo Castro
 La lengua que hablamos y estudiamos se llama a veces castellano y a veces español. Este uso alternativo no es ninguna novedad, sino algo que puede observarse en gran número de autores, de donde podremos deducir que hay una causa. Conversar sobre ello es un intento de contribuir a aclarar conceptos como el de "cultura española" y de ayudar a los españoles a su mejor conocimiento. En esta tarea hemos de rendir homenaje a nuestro querido maestro, Américo Castro, quien vivió los últimos veinte años de su fecunda vida con el deseo dominador de que estos estudios sirviesen para que los españoles, conociéndonos mejor, pudiésemos convivir y comprendernos.

En la denominación de nuestra lengua se mezclan consideraciones lingüísticas e interpretaciones históricas. Don Américo, en los estudios recogidos en Sobre el nombre y el quién de los españoles, insistió en que lo que agrupaba a los habitantes de la Península Ibérica que se expresaban en lengua romance era la idea religiosa, no la política. Lo precisó así en ‘Español’, palabra extranjera: razones y motivos:

La lengua, además de comunicar, ofrece trasfondos de vida interpretable. Al llamarse cristianos los futuros españoles, situaban su existencia en un más allá, porque no es lo mismo vivir en una creencia sobrenatural que en una tierra sentida como una proyección del grupo humano en el cual el hablante se encuentra incluso. Cuando Hispania era una provincia romana, había en ella astures que moraban en Asturias; gallaici, en Gallaecia […]. Más tarde hubo lugares o aldeas llamados romanos o godos (u otros nombres parecidos) a causa de ser eso sus pobladores.

Mas en ninguno de aquellos casos logró dimensión extrarregional y durable la correlación del habitante con la tierra habitada, y de ahí arranca todo el problema de la historia española. Entre el habitante y la tierra habitada se interpuso una circunstancia sobrenatural, más precisamente oriental, y motivado por ello el nombre de los futuros españoles hubo de venirles de fuera.

A lo largo de la lucha con el musulmán, con la religión como aglutinante, va constituyéndose, de modo peculiar, la morada vital de los españoles, en torno a una Castilla que centra, por diversas razones, los elementos que constituirán España. Para que este punto no aparezca excesiva y falsamente simplificado conviene advertir que los habitantes de la Península Ibérica que se expresaban en lengua románica sentían que tenían entre sí de común (salvo los mozárabes que se hubieran convertido al islam) el ser cristianos. Este autodefinirse como cristianos no suponía, sin embargo, que se viesen indiferenciados respecto a los cristianos ultrapirenaicos. Se sentían afincados en una tierra cuya mayor parte les habían arrebatado los musulmanes y que ellos querían reconquistar. Así lo dice claramente Alfonso III. En esos ocho siglos de lucha los cristianos peninsulares, que fueron asimilando conceptos vitales semíticos en contacto con judíos y musulmanes, se hicieron españoles. Así lo reconocen, por ejemplo, Pedro Laín, para lo cultural y Antonio Tovar para lo lingüístico. He aquí lo que el primero propone, para resolver un inmediato problema terminológico, en Una y diversa España: "De acuerdo con la razonable propuesta de Américo Castro, damos el nombre de 'cultura española' sólo a la que nace y se constituye después de Covadonga". Tovar, por su parte, a propósito de la relación de las circunstancias creadas por la Reconquista y la evolución del latín hispánico, afirma, en Lo que sabemos de la lucha de lenguas en la Península Ibérica:

Américo Castro ha encontrado en estas circunstancias tan peculiares una de las claves de la existencia de nuestro país, y por eso ha dicho que: "las circunstancias que motivaron la fragmentación del latín en Francia e Italia estaban presentes en su mayor parte antes del siglo VIII, y adquirieron pleno desarrollo en aquel siglo. En España, por el contrario, su disposición lingüística enlazaba con lo acontecido en el siglo VIII y IX, es decir, con circunstancias nuevas respecto de las dominantes en la época visigótica".

Como colofón podemos obtener una conclusión terminológica y otra histórica: el término "español" no puede aplicarse a quienes vivieran en la Península Ibérica antes de que ésta se constituyese con conciencia española a lo largo de la Reconquista: los iberos, celtas, hispanorromanos o hispanogodos, como Viriato, Indíbil y Mandonio, Marcial, Séneca o S. Isidoro, no eran españoles, podemos llamarlos, con criterio geográfico, "hispanos" o "hispánicos", pero no españoles. La conclusión histórica procede de observar cómo lo español comienza siendo lo castellano, que se va ampliando hasta englobar en lo abarcable por su radio vital a los otros pueblos españoles, si bien este abarcar ha tenido sus límites (y no trazados por esos otros pueblos precisamente; la empresa del Imperio fue castellana, la reina Isabel excluyó de ella a los aragoneses y los catalanes). Esto, de cualquier modo, puede tener consecuencias en la construcción del presente hacia el futuro, pero jamás hacia el pasado, en palabras de Américo Castro:

Los castellanos fueron castellanizando y españolizando, hasta donde les fue posible, a leoneses, gallegos, navarros, aragoneses, catalanes, valencianos, a los indios de América. Pero no españolizaron a los celtíberos, ni a los tartesios, ni a los iberos, porque ya no existían ningunos "nosotros" que continuaran llamándose visigodos, iberos o celtíberos.

La situación política tuvo repercusiones en la lingüística. Al unirse Galicia y León el centro se desplazó hacia el Este, el gallego quedó aislado y prosiguió en su uso hasta hoy. Cuando León se unió a Castilla fue la segunda la que impuso su lengua, quedando marginado el leonés. La unión de Aragón y Cataluña benefició al catalán, pero lo que acarreó el progresivo desuso del aragonés fue la unión con Castilla. Cataluña, en cambio, alejada de Castilla por la política de división de los reinos y por la distancia (Aragón mediante) pudo conservar su lengua y su cultura. Para la designación de la lengua esto tiene su importancia: las regiones extremas, que conservan sus propias lenguas, tan de España como el castellano, prefieren que "gallego" o "catalán" se contrapongan a "castellano", y utilizan menos "español" como equivalente de "castellano". Las otras regiones, en cambio, que no tienen una lengua autóctona distinta de la de Castilla (descontados los focos reducidos de leonés y aragonés), consideran la lengua de Castilla tan suya como de los castellanos, y prefieren utilizar "español" para designar la lengua común, mientras que ven en "castellano" una señal de predominio de una región, en materia lingüística, cuando la lengua es sentida como propiedad de todos. En América, en cambio, hay una relación de nacionalidades que hace de "español" un término ligado a España como país, mientras que "castellano" es un término inocuo, histórico, ligado al pasado y, por ello, preferido. Esto no supone que la preferencia sea exclusiva. La experiencia nos muestra casos de vacilación, incluso en un mismo autor y obra; si, en nuestro caso, nos inclinamos a pensar que en Argentina predomina abrumadoramente "castellano" (incluso en los programas educativos). mientras que en México se usa con mucha frecuencia "español", tal vez otros observadores puedan tener una opinión distinta.

El nombre de la lengua que estudiamos parece ser, pues, un problema más complejo de lo que pudiera pensarse a primera vista, por ello conviene detenerse en su explicación un poco más.

Rafael Lapesa
El primer texto de Américo Castro que se citó anteriomente terminaba con la afirmación del origen foráneo del término "español". Fue el suizo Paul Aebischer, en 1948, quien señaló primero este origen necesario, tras insistir en la imposibilidad de que de uno de los tres gentilicios latinos: Hispanus, Hispanicus. Hispaniensis, pueda salir español. Esta última palabra puede proceder, según las dos distintas teorías, de *hispanionem o de *hispaniolem, formas ambas reconstruidas (como indica el asterisco), es decir, no documentadas en latín. La primera forma. con evolución explicada por el paso disimilatorio (diferenciador de la segunda n) n - n > n – l, difícilmente aceptable, fue apuntada, dubitativamente, por Friedrich Diez y aceptada por Meyer-Lübke y Menéndez Pidal. La forma españón, sin disimilar, existe, aunque no muy abundantemente documentada, pero falta cualquier lazo que una esta forma españón con español. Habrá que volverse, por razones que Aebischer desarrolla, a la segunda forma, lo que supondría una derivación desde lenguas extrapeninsulares y, concretamente, desde el provenzal, donde la terminación -ol. sin diptongar, es abundante. Esta es la tesis aceptada por Américo Castro y Rafael Lapesa, para quien "el romanista suizo Paul Aebischer dilucidó el asunto de manera definitiva". La prueba de Aebischer es irrebatible, pues se apoya en testimonios de español en el Languedoc desde el siglo XI, incluso como nombre propio, lo que prueba un arraigo de la denominación indiscutible. Desde Provenza volvió a entrar en la Península Ibérica, con la oleada de términos que los "francos" introdujeron en el siglo XII por las vías de peregrinación y el dominio religioso de Cluny. Así, M. Coll i Alentorn y Manuel Alvar lo documentaron en Aragón desde 1129 y 1131. En Soria apareció en 1141; Ricardo Ciérvide lo halló en un texto navarro de 1150, en Cataluña lo encontró Aebischer desde 1192, Lapesa lo documentó en Castilla a partir de 1191. Maravall señaló, utilizando el Cartulario de la Catedral de Huesca, “veinticuatro menciones de 'Español', con variantes en la grafía [variantes que no incluye], que se extiende[n] desde 1139 a 1211, lo que daría una gran difusión nortearagonesa, en coincidencia con el Bearne, anterior al paso a la zona de Toulouse”. Esta documentación nos ofrece la forma español antes que españón (h. 1240-1250), lo que puede justificar la idea de que esta segunda forma sea acomodación de la primera, según el tipo gascón, bretón.

Español, pues, pertenecería a la misma oleada que nos trajo palabras que hoy son tan nuestras como solaz, donaire, fraile, monja, homenaje o deleite. La razón por la que fue necesario que viniera de fuera está ligada a una visión también externa de nuestra historia. Los habitantes del norte de la Península eran, todos ellos, cristianos, frente a los moros del sur; entre sí eran leoneses, castellanos, catalanes, etc., con estas denominaciones satisfacían sus necesidades comunicativas. Al norte de los Pirineos, sin embargo, se imponían otras denominaciones: el particularismo de leonés o castellano no tenía ya objeto, lo que el habitante de la antigua Galia buscaba era un nombre que cuadrase a los habitantes de Hispania (diferenciados de los moros). Cristiano no era término que pudiera emplear. puesto que franceses y provenzales eran también cristianos, y, por otro lado, a diferencia de los cristianos de Hispania, para los de Francia y Provenza este término era sólo religioso, no político: necesitaban un término, por decirlo así, laico, y español satisfizo esta necesidad. El término, luego, hizo fortuna y fue adoptado por aquellos a quienes designaba, aunque parece claro que, mucho tiempo después, español sigue sin significar lo mismo para todos nosotros.

Este esbozo de historia de un término, deudor de tantas plumas preclaras, no ha querido ser sino un rápido apunte conceptual que nos permitiera comprender que gran número de las dificultades que surgen y han surgido en la aplicación del adjetivo "español" a nuestra lengua se debe, efectivamente, a que entre las palabras España y español media un milenio, cuyo inicio difiere del final en que en éste se ha constituido lo que hoy llamamos, con connotaciones bien distintas, "España".