Desde hace algunos meses, este cuaderno de bitácora acoge exposiciones sobre la historia de la lengua española. En un principio, se trató de páginas sobre lo que podría llamarse los pre-orígenes del castellano y otras lenguas españolas. En enero de 2021 el enfoque se dirigió hacia la historia del español como resultado de varios procesos de reforma y modernización. Puede ser útil presentar algunos ejemplos concretos de acciones o propuestas sobre el uso lingüístico que pudieran considerarse reformistas o modernizadoras.
Por el enorme
cuidado que Juan Ramón Jiménez pone en su actividad literaria, por las muestras
dispersas de su preocupación por el lenguaje, la originalidad de alguna de sus
propuestas y la innegable influencia de su obra en la poesía hispánica del siglo
XX, el estudio de su actitud lingüística promete frutos sazonados, especialmente
en el terreno de las investigaciones sobre reforma y modernización del español,
a las que venimos dedicándonos desde hace tiempo.
En varios
lugares expuso el poeta de Moguer opiniones lingüísticas, incluso aplicadas a
autores célebres de su entorno. El 26 de enero de 1936, por ejemplo, en su artículo
del diario El Sol, de Madrid, titulado “Ramón del Valle-Inclán (Castillo
de Quema)”, comentaba así el empleo de la lengua en el gran estilista gallego:
«Se concentraba en su lengua y cada vez la encontraba así más dilatada, más hermosa. Porque la. lengua propia hay que tratarla como madre y las otras como tías, aunque a veces sea mucho para uno una tía. Pero Val!e-Inclán no tenía tías, ni quería tenerlas. Dilataba su lengua madre hasta lo infinito y pretendía sin duda, extendiéndola, forzándola, inmensándola, que la entendieran todos, aun cuando no la supieran, que tuvieran él y ella virtud bastante para imponer tal categoría, su calidad, el tesoro por cualquier lado imprevisto.»
La reforma de
una lengua supone una acción consciente y deliberada sobre la misma para
adecuarla a las necesidades de su tiempo. El reformador se enfrenta activamente
con la realidad de una lengua concreta, sobre la cual actúa; no sólo es
consciente, es también intencionado y suele ser, por ello, gramático, filólogo
o, en los términos más amplios, teórico del lenguaje con posibilidades de
aplicación práctica o técnica, en su sentido moderno. El reformador es un
legislador que hace política lingüística, plantea la situación y da sus pautas
para. resolver los problemas enunciados.
La modernización
de la lengua, en cambio, es la concreción de esa actuación, el resultado de esa
reforma. El modernizador es el «ejecutor» de la reforma (no se encuentra en el
plano legislativo, sino en el ejecutivo). La diferencia es sustancial, ya que,
naturalmente, los reformadores, en la historia, tratarán de ser modernizadores,
pues toda reforma que no se concreta queda abortada. Los últimos, en cambio, no
han de ser necesariamente reformadores, pueden limitarse a poner en juego
medios que los reformadores les proporcionan.
La reforma anterior a Juan Ramón es la que podría llamarse académica, plasmada entre 1726 y 1739 en el Diccionario de Autoridades y a lo largo del siglo XVIII en la Ortografía y la Gramática. El poeta se sitúa por tanto entre esa reforma académica y la reforma actual, cuya fecha simbólica podría ser 1965, que corresponde a la creación de la Comisión Permanente de Academias, aunque no falten las muestras anteriores de esta preocupación reformadora. Entre reforma y reforma, conviene aclarar, no hay vacíos, sino un espacio que se llena, en primer lugar, con las modernizaciones correspondientes a las directrices reformadoras y, en segundo lugar, con la dialéctica que permite cimentar la reforma siguiente. El proceso es de carácter cíclico y está vinculado al del cambio lingüístico: se trata de la acción directa del hombre y sus instituciones como factor del cambio.
Las preguntas
que pueden hacerse, por tanto, son de varios tipos: si el poeta era sensible, y
en qué medida, a la voluntad modernizadora de la lengua; si se limitaba a una
actitud de modernización o si, con mayor profundidad, se lo podría considerar
entre los adelantados de 1a reforma; si, por último, algunos de sus gestos más
llamativos (como su propuesta ortográfica) pueden interpretarse en este sentido
o si, en cambio, hay otros indicadores más de fiar.
Un texto de 1953,
año significativo de la meditación juanramonina sobre estos asuntos, nos
permite apreciar una coherente actitud del poeta. Se trata de un cuestionario que
le fue sometido por el periodista puertorriqueño Juan Manuel Bertoli Rangel,
que fue publicado con las respuestas del autor español el 1 de febrero de 1953 en La Prensa de Nueva York. Es cierto que vivía todavía inmerso en una corriente crítica
para la cual el fenómeno llamado lengua literaria es algo diferenciado de la lengua
común. Sin embargo, esto no le impedía sentir su actuación sobre el idioma de
dos maneras, instintiva o reflexivamente, y con dos fines, conservar y renovar.
Por último, no se consideraba un verdadero creador lingüístico, como Unamuno, a
quien cita expresamente, lo que podría interpretarse como ausencia de esa
condición de meditación científica sobre la lengua, propia de los reformadores.
Pese a ello, Juan Ramón Jiménez no fue, a nuestro juicio, un mero modernizador, sino que se acercó bastante a la actitud reformadora. Tres libros hay en la biblioteca de Moguer que se relacionan con el problema de la reforma y modernización del español: el de John B. Trend sobre Alfonso X, de 1926; la edición de J. Moreno Villa del Diálogo de la Lengua, de Juan de Valdés, de 1919 y el sumamente curioso de Ventura García Calderón, de 1935, antecedente claro de la reforma contemporánea. Este último libro suscitó interesantes reacciones en España (de Américo Castro, por ejemplo); pero el ejemplar de Moguer (número 1.233) no parecía haber leído nadie antes de que lo fotografiáramos in situ, en diciembre de 1980.
Tras todos
estos presupuestos, se puede dar un paso más concreto al conocer la base real sobre
la que su sistema ortográfico se monta. En 1953 se publicó en la revista Universidad
de Puerto Rico su artículo titulado “Mis ideas ortográficas”. Lo resume
sencillamente diciendo: “se me pide que explique por qué escribo yo con jota
las palabras en ge, gi; por qué suprimo las b, las p, etc., en palabras como
oscuro, setiembre, etc.; por qué uso s en vez de x en palabras como escelentísimo,
etc.”
Continúa diciendo que “El diccionario que yo usé siempre y sigo usando es el Diccionario enciclopédico de la lengua española, con todas las voces, frases, refranes y locuciones usadas en España y las Américas españolas, en el lenguaje común antiguo y moderno; las de ciencias, artes y oficios; las notables de historia, biografía y todas las particulares de las provincias españolas y americanas, por una sociedad de personas especiales en las letras, las ciencias y las artes, los señores don Augusto Ulloa, Félix Guerrero Vidal, [siguen diez autores más, nueve revisores; pero falta el nombre de Eduardo Chao como revisor]. Y ordenado por don Nemesio Fernández Cuesta. En él están escritas, como yo las escribo, todas las palabras que yo escribo como en él están escritas. Este diccionario era de uno de mis abuelos y en él encuentro siempre todo lo que no encuentro en ningún otro diccionario enciclopédico. Siempre ha viajado conmigo y lo uso como libro de cabecera.”
El texto
continúa con referencia a libros leídos en ediciones que tampoco usaban el
sistema que se impuso en el Diccionario académico de 1817, tras la
reforma de 1815. Es evidente que esa lista, reproducción imperfecta de la
portada del diccionario, como lo que la sigue, es una humorada del poeta. Su
parodia del argumento de autoridad, sin embargo, es lo que ha permitido, a la
postre, localizar la fuente: el Diccionario se editó en dos tomos en
1853 en la “Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig”.
Sin embargo, como advirtió Isabel Paraíso en su libro de 1976, Juan Ramón no usó esa ortografía desde su infancia, sino desde el umbral de su segunda época, en 1916. En todo caso, ya en 1853, los autores del Diccionario ilustrado se habían propuesto una reforma porque, como dicen en su prólogo, “Después de la exactitud de las definiciones, nada importa tanto en un diccionario como su ortografía. Nosotros hubiéramos querido poder adoptar una reforma general, propuesta en nuestros días, y a la cual caminamos sin duda, que haría nuestro idioma el más sencillo y lójico de todos los europeos de esta parte”. También en el mismo prólogo se aclaraba la necesidad práctica de que el diccionario no desconcertase al lector (provocando que éste se abstuviese de comprarlo). Esa necesidad llevó a sus autores a reducir mucho su ambicioso proyecto reformista o, mejor, su adhesión a los proyectos reformistas que reprochaban a la Academia no llegar al límite (como si una grafía fonémica fuera la única solución y la mejor). Por eso mantienen la h, como hará Juan Ramón; pero mantienen la g para ge, gi en posición inicial o la -z final. No coinciden plenamente con la solución juanramoniana.
El poeta no fue
plenamente coherente con su propuesta ortográfica, por razones de público en
algún caso (por ejemplo, ediciones para niños, que ofrecen ortografías
variables) o por motivos tipográficos. Tampoco era su obligación. Lo destacable
de su postura es que permite situarlo en el movimiento de reformas incipientes
que se reforzó tras 1965 y que sigue suscitando discusiones en los congresos
académicos. Vivió ya una atmósfera de reforma, si bien no es posible
considerarlo un reformador en sentido pleno. Sentía con claridad algunos de los
problemas que afectan al español de hoy y que más enérgicamente requieren la
actividad reformadora.
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