Marburg |
En noviembre de 1984, tras dos meses de
estudio en Marburg, llegué a Heidelberg con una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Permanecí hasta finales de octubre de 1985 y, aunque no fue la
primera estancia en Alemania, sí fue la primera de las estancias largas,
repartidas entre varias ciudades. Debo extraordinaria gratitud a Antonio García
Berrio, compañero entonces en la Universidad Autónoma de Madrid y siempre
genial maestro, quien me insistió hasta la saciedad en que tenía que pedir esa
beca, porque iba a ser determinante en mi futuro. Acertó plenamente y mi gratitud
se extiende a la Fundación, que luego me seguiría dando pruebas de aprecio,
estímulo, ayuda y reconocimiento. Mi trabajo, la edición unificada con medios
electrónicos del Libro de Alexandre, se tenía que realizar en el Centro
Científico de IBM, en Neuheimerfeld, al otro lado de la ciudad, cuya
hospitalidad también agradezco.
Ahora bien, administrativamente, yo estaba
adscrito al Seminario Románico y el prestigioso Profesor Kurt Baldinger era mi
huésped y enlace con la Humboldt. Vivía en la Gästehaus, un magnífico refugio
hoy desmantelado (espero que temporalmente), en el bosque, sobre el valle del
Neckar, así que todas las mañanas cruzaba la ciudad en el autobús y todas las
noches hacía el camino de regreso, que terminaba con el ascenso de la terrible
cuesta que me llevaba hasta mi departamento.
Seguramente hay diversos tipos de
investigación científica y alguno permitirá el trabajo solitario. Considero una
suerte que mi caso, de temprana vocación interdisciplinar, haya requerido
normalmente el trabajo en grupo y la
necesidad de integrarse en ambientes muy diversos. Por eso quiero dedicar estos
párrafos a las personas que hacen posible la investigación y tienen en las
vidas de los investigadores influencias que, a veces, van más allá de las
meramente profesionales. En este caso la situación profesional era clara: el
trabajo requería el uso de un computador IBM 370, el aprendizaje de técnicas de
tratamiento de textos y de edición complejas y desconocidas para los colegas,
tanto españoles como alemanes, porque se situaba en el inicio de lo que luego
se llamó “humanidades digitales”.
En 1984 el PC seguía siendo el Partido
Comunista, no era todavía el Personal Computer, un artilugio carísimo, muy
limitado y muy poco usado. Los términos se intercambiaron en muy pocos años y
tuve la fortuna de ser actor en ese proceso; pero entonces, como investigador y
como persona vivía las dos soledades, la de estar lejos de mi ambiente y la de no
tener colegas filólogos que hicieran un trabajo que permitiera un intercambio
de ideas. Por eso los contactos con otros investigadores, que la Gästehaus
permitía y la Humboldt apoyaba, eran muy bienvenidos; pero todos nos
encontrábamos en un medio diferente, más o menos separados de nuestros entornos
habituales. Como se ha dicho, colegas como los profesores García Berrio o Baldinger
o como los informáticos de IBM fueron de enorme ayuda; pero no podían resolver
otro tipo de necesidades humanas, algo que tampoco era su cometido. Por eso conviene
transmitir esta reflexión sobre las personas del mundo cotidiano, el “otro
mundo” para quienes están sometidos a unos plazos y una disciplina de trabajo investigador
que supone, muchas veces, más de doce horas diarias, siete días por semana. Son,
sencillamente, quienes nos hacen seguir sintiendo la dimensión humana de la
vida, la simplicidad y complejidad de lo cotidiano. Son las personas con las que
no se puede hablar del Alexandre, de la collatio o la recensio,
de SGML (entonces sólo GML), ni falta que hace. Como ven nuestra torpeza y
nuestras dificultades en la vida diaria, tampoco nos sitúan en ningún pedestal.
Son un soplo de aire fresco.
Castillo de Heidelberg |
La Gästehaus disponía de diversos tipos de
departamentos, con capacidad para distintos tipos de inquilinos, desde
individuos a familias. La llegada de una colega de la Autónoma, Alicia Canto de
Gregorio, una notable especialista en Historia Antigua, con sus hijas, en edad
escolar, incrementó de manera notable el contacto con lo normal y cotidiano. Como
se organizaban reuniones en las que se pretendía incrementar la relación de
esos seres encerrados en su mundo científico con las personas normales, las
niñas de Alicia invitaron a sus amigas de la escuela y sus padres. Así conocí a
la familia Harsch: Ernst, Elisabeth y sus hijas, Simone, Nadine y Julia. Desde
1984 se convirtieron en el paradigma de lo que uno quisiera encontrar en cada
país que visita como investigador. Ernst y Elisabeth ya estaban jubilados y,
aunque trabajaban algunas horas en algún almacén o supermercado (nunca he sido
curioso de esos detalles), dedicaban la mayor parte del tiempo a la ampliación
y mejora de su casa. Es una casa antigua, al pie del castillo, con cuyo parque
linda. La broma, naturalmente, era que, con tanta ampliación, algún día iban a
abrir un túnel entre la sala del castillo y la casa. Pero no era broma su capacidad
para hacer solos los trabajos de albañilería, fontanería, electricidad, lo que
fuere. Vamos, que por mucho que uno supiera de cómo organizar un programa en
PL1 o en Pascal para comparar textos con variantes, se sentía un perfecto
inútil ante ese despliegue de habilidades manuales. Fuera de ello, la ocupación
de la familia era localizar, apoyar y ayudar a los investigadores que se
pusieran a tiro. Siempre que se dejaran, claro, porque ese acercamiento y esa
generosísima ayuda se hacía siempre desde la mutua necesidad de respeto a las
libertades individuales. Cuando mi propia familia apareció por Heidelberg en
cuanto acabó el curso escolar en España (es decir, en oleadas diversas), esa
hospitalidad incomparable se extendió a todos, haciendo del verano de 1985 un recuerdo imborrable. Tanto es así que en 1986 regresamos en conjunto, para lo que fue el
mejor recuerdo familiar de nuestra vida.
Mahdia, Túnez |
Si bien brindaban la cordial posibilidad de
mantener el contacto después de la marcha de Heidelberg y ponían en ello, soy
testigo, todo su empeño, aceptaban que los demás fueran despegándose y que
incluso personas a las que habían llegado a ayudar económicamente, no escribieran
ni siquiera en Navidad. Ese respeto a las decisiones de los demás me sigue
pareciendo extraordinario. No fue mi caso, acepté de corazón esa amistad que se
me ofrecía y seguí manteniéndola por escrito, por teléfono y en viajes a
Alemania. Como he tenido ocasión de comentar recientemente, para mí, reunirme
con Ernst era ya el principio de una divertida sesión. No he conocido a ninguna
otra persona a la que ya el simple hecho de estar conmigo le pusiera de buen
humor. Tras la guerra había estado prisionero en un campo de Tejas, así que mi
traslado a San Antonio nos dio otro punto de notas y comentarios, porque él era
incapaz de ver nada negativo en la vida. Sus viajes a Túnez, para sus
vacaciones, algo que también nos unía, por mis estudios y mi trabajo posterior
como miembro de tribunales tunecinos de selección de profesorado, se fueron
convirtiendo en misiones humanitarias, en las que las maletas iban llenas de
ropa y todo lo que pudiera ser necesario y regresaban vacías.
El verano de 2014 fui tres días a Alemania
para estar con Ernst y Elisabeth. Pese al Alzheimer más o menos avanzado, me
reconoció al llegar y me siguió reconociendo los tres días. Anduve también
mucho y aproveché para hacer una recolección del Heidelberg que fue y el que
es. Ernst murió el día de Santa Inés, el nombre de mi nieta mayor, el 21 de
enero de 2015. Sin él y su familia mi vida y mi trabajo habrían sido mucho
peores. Seguro que él añadiría alguno de sus horrorosos chistes, quizás en ese
francés que sacaba no sé de dónde de vez en cuando, para que esta escritura (o
lectura) terminara como fue su vida: agradecida y alegre.