Los libros
tuvieron una gran importancia y sabemos que eran considerados extremadamente
valiosos en la época medieval, incluso en los momentos más oscuros, como pudo ser Hispania en el siglo V d. JC, entre el fin del Imperio de Roma y el reino visigodo de Toledo. Javier Arce (2005: Bárbaros y romanos en Hispania, 400-507) aporta un
testimonio que se ha llegado a conocer en época relativamente reciente, la Epistula XI de
Consencio a San Agustín, de 419. Este texto es útil también para documentar la importancia y continuidad de las
relaciones entre Hispania y Africa, dos regiones de lengua latina e interesante producción escrita. San Agustín estaba muy interesado en la
herejía priscilianista, contra la que, en 420, escribió su tratado Contra
mendacium. Consencio, un cristiano laico de las Baleares (no confundir con el gramático galo-romano Publio Consencio), había mantenido ya una correspondencia regular con el
obispo de Hipona. Esta carta añade datos de interés para las relaciones
literarias entre ambos, en este caso bibliográficas, específicamente.
San Agustín |
Los
priscilianistas habían podido desarrollar sus tesis independientemente de la
llegada de los suevos y los vándalos asdingos a la Gallaecia y la Lusitania en
411 y esa doctrina se había extendido hasta la Tarraconense y la Galia. Los
autores tradicionales ven el movimiento desde el punto de vista religioso, en
relación con las herejías gnósticas y el maniqueísmo (de ahí el interés de San
Agustín), mientras que, en la historiografía más reciente, sin que hayan
faltado los nacionalistas que hayan creído ver en el movimiento la
manifestación de una mítica “alma gallega”, se observa un mayor interés por las
posturas de ascetismo y de reivindicación social o, incluso, de lucha de
clases.
El contexto, independientemente de la
importancia que alcanzó en ese momento el priscilianismo, es muy interesante,
porque nos da una idea muy clara de cómo eran las comunicaciones en aquella
época.
Consencio vivía en las Islas Baleares, frecuentemente comunicadas con la
provincia de Africa por barcos mercantes, en los que emisarios especiales se ocupaban
del correo. El viaje podía ser de una semana, lo que indica la frecuencia y
facilidad posible de los contactos epistolares. La historia tiene su
complejidad, porque se mezclan en ella la lucha contra la herejía, las
comunicaciones entre la Península, las Islas y África y los libros como objeto
precioso para los ladrones de caminos.
La extensión
del movimiento priscilianista en la Galia hizo que un obispo de Arles llamado
Patroclo (†426), preocupado por ello, pidiera a un experto en la lucha contra
esa herejía, el ya conocido Consencio, que escribiera contra ella. En
principio, por tanto, San Agustín no estaba involucrado en ese escrito. Sin
embargo, un monje, Frontón, que colaboraba con Consencio en la lucha contra los
priscilianistas, llegó a Baleares y comentó detenidamente con Consencio la
extensión de la herejía y la preocupación que suscitaba. Todo ello hizo que
este último, además de atender la petición del obispo Patroclo, escribiera a
San Agustín para resumirle la situación.
Anfiteatro de Tarragona |
Nos encontramos, por tanto, con dos
envíos distintos, la Carta de Consencio a San Agustín, que llegó perfectamente
a su destino y a la que contestó el santo, y un paquete secreto, al ir
convenientemente sellado, con cartas, algunas de ellas commonitoria, es
decir, específicas contra la herejía, y tres volúmenes que Consencio había
escrito para el obispo Patroclo y que el monje Frontón le llevaría desde
Tarraco. Por el prólogo sabemos que Consencio había firmado al menos uno de los
tres volúmenes con pseudónimo herético y que ninguno llevaba su nombre real.
El paquete preparado por Consencio para enviarlo de las
Baleares a Tarraco, destinado a Frontón, se había entregado al obispo Agapio.
Arce recuerda que los obispos podían usar el cursus publicus, es decir,
el sistema de comunicación protegido y, por ende, más seguro. Frontón recibió en el paquete una carta en la
que Consencio le daba el nombre de una señora, Severa, entre otros herejes
citados en el mismo escrito. Cuando Frontón fue a visitarla, Severa le contó
que el cabecilla de los priscilianistas de Tarraco, un tal Severo, había
sufrido el asalto de unos bandoleros bárbaros al ir a visitar a su madre, que
vivía fuera de la ciudad. La Tarraconense era teóricamente territorio bajo
administración romana, por lo que estos encuentros no eran esperables. Este
Severo llevaba unos códices, por supuesto heréticos, que los ladrones le
arrebataron. Felices por lo que consideraban un valioso botín, los bárbaros
fueron a venderlo a la cercana ciudad de Ilerda (Lérida), donde se encontraron con la desagradable
sorpresa de que los libros eran heréticos y sus vidas estaban más en riesgo por ello que por robar en el camino.
Un posible comprador, evidentemente
una persona rica y con conocimientos de libros, al encontrarse con que no se
trataba de obras de los autores clásicos, sino que contenían sortilegios y
conjuros o invocaciones sospechosas (carmina magica), por los que su
propietario podría ser muy duramente castigado, se lo advirtió y, posiblemente,
les dio también una solución. Asustados, los ladrones llevaron los volúmenes a
Sagittius, obispo entonces de la ciudad, para que dispusiera de ellos.
La historia permite hacerse una idea de cómo era posible que gentes de distintos orígenes, aspectos y ocupaciones se movieran por una región que, en teoría, todavía era romana; pero que, en la práctica, era cruzada por grupos de bárbaros, más o menos amistosos. Resulta claro que tal cosa pudo
ocurrir porque todos ellos se comunicaban en una lengua común, la latina, y porque se
daban las circunstancias que permitían el movimiento de poblaciones de
distintos orígenes en los espacios públicos. El papel central del libro en esta anécdota permite reconocerlo como un objeto valioso, objeto de deseo, sin duda, lo que implica un grado de formación
literaria y de conocimientos librescos entre ciertas clases letradas, que disponían también de los medios económicos para formar sus propias bibliotecas.