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Amando de Miguel y el autor recuerdan a Oliver Hardy en Georgia |
La lengua, además de ser el rasgo distintivo de la especie humana, es también algo sentido por los hombres como hondamente propio. "La sangre de mi espíritu es mi lengua" llegó a decir Unamuno, personaje sin duda aficionado a la hipérbole. Muchas personas -y no siempre por suerte- comparten ese sentimiento, llevándolo desde la poesía hasta el conflicto. Algo que despierta sentimientos tan encendidos es rara vez analizado en lo que propiamente es y, en cambio, se rodea de mitos y se desnaturaliza de manera incluso sorprendente. La primera de esas deturpaciones, sin duda alguna, es la que llamo
la metáfora biologicista. Ya he explicado en alguna otra ocasión que, por petición de mi ilustre amigo Amando de Miguel, uso este adjetivo en vez de
biológica. ¿En qué consiste la metáfora biologicista? Pues sencillamente en suponer que las lenguas son seres biológicos, que viven y mueren. Pero resulta que las lenguas no son eso, son constructos mentales, que dependen de la inteligencia humana, son sistema de signos, estructuras, que ocupan ciertos trechos de la historia humana. Los que viven y mueres son los hombres, los usuarios de las lenguas, no hay por tanto lenguas vivas y lenguas muertas, sino lenguas que se usan y lenguas que no se usan.
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El copto, lengua litúrgica |
Nada garantiza (y los ejemplos son abundantísimos) que una lengua que se habló en un período, incluso largo, que se usó como vehículo de un poder, incluso fuerte, vaya a ser usada más que otra o durante más tiempo. De las lenguas del mundo antiguo, la más modesta, el arameo, sigue en uso hoy, ni el sumerio, ni el acadio se usan. El uso actual del antiguo egipcio no depende del poder del Faraón, ni de su cultura, sino de la humilde iglesia cristiana copta, que lo mantiene, transformado, como todo, como lengua litúrgica. Hay o no hay continuidad de uso, sometida al cambio constitutivo de la vida humana. Ello no impide que se alcen miles de voces a diario y que se escriban páginas y páginas tratando de atemorizarnos con el grito de que se mueren esta o esotras lenguas. Es triste que resuenen más esos gritos que los de muchos niños o débiles que mueren y seguirán muriendo por culpa de la ausencia de fraternidad de sus semejantes.
A lo largo de la historia se han dejado de usar cientos de lenguas y se seguirán dejando de usar muchas más. Y la causa de ese abandono no es sino parte del progreso. Así lo entendió la Revolución Francesa, cuando comprendió que el principio de Igualdad incluía la igualdad educativa y que ello implicaba que todos los niños de la República tenían que adquirir el conocimiento y buen uso de la lengua francesa, mediante la educación, para ser ciudadanos iguales. Así lo entendieron las Repúblicas Americanas, que desarrollaron una poderosa legislación lingüística que hizo que el español, hablado por un tercio de los americanos en el momento de la independencia, pasara a ser hablado por la gran mayoría, incluidos los nuevos inmigrantes europeos, un siglo después, en detrimento de las lenguas indígenas, mucho mejor preservadas durante el virreinato. Profetizar en el asunto de las lenguas es aventurado; pero sabemos que dentro de mil años no se hablará ninguna de las lenguas actuales. Quizás, como ocurre hoy con el chino o el árabe, entre otras, conserven el mismo nombre; pero un hablante medio de entonces no entendería a un hablante medio actual, como un hablante de chino actual no entendería a un chino de hace mil años. Y si pensamos en el español, el inglés o el alemán de 2015 y los de 1015, la diferencia es todavía más clara. Frente a Hollywood podemos afirmar que, en el futuro planeta de los simios, no se hablará inglés. Los astronautas que regresen deben estar preparados para eso también. Y, por supuesto, nosotros, los de entonces, no seremos los mismos.
(continuará, con otros mitos...)