«¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa, con cualquier otro nombre conservaría su dulce aroma.»
— William Shakespeare, Romeo y Julieta (Acto II, Escena II)
Probablemente ésta es la cita más relevante que aborda directamente la naturaleza y el significado del nombre propio en un contexto literario. Por ello, también es la más repetida. La onomástica, el estudio de los nombres propios, nos revela un fascinante diálogo entre la creación artística y la vida cotidiana. Aunque Shakespeare nos invita a cuestionar el valor intrínseco del nombre, en la práctica, la literatura le confiere una trascendencia cultural innegable.
En
el otro lado del espectro tenemos el extremo en nombres como el de Carlos Marx
Stalin Lenin do Menino Jesús, que se cita habitualmente en el contexto de la onomástica
brasileña como un ejemplo de nombre excéntrico o políticamente cargado.
Más
allá de la tradición bíblica o dinástica, numerosos nombres que hoy
consideramos habituales en el mundo hispano deben su existencia o, al menos, su
popularización a la fuerza ineludible de la literatura de otros
países. Autores no hispanos han ejercido una influencia decisiva, ya sea
mediante la invención de un nombre, su rescate del olvido o su difusión masiva
a través de obras cumbre que han trascendido fronteras y épocas.
Van
a considerarse los nombres posteriores al siglo XV, aunque algunos, como
Arturo, Ginebra, Iria, Óscar, Tristán, nombres celtas revitalizados por la
literatura medieval europea, hayan sufrido una nueva revitalización posterior.
Empezaremos por el Renacimiento y el Barroco (siglos XVI–XVII). El influjo más
palpable de este periodo proviene del dramaturgo inglés William
Shakespeare, cuya creatividad lingüística no se limitó a acuñar
expresiones y palabras, sino que también fijó, popularizó e incluso creó
nombres de pila que se han consolidado en el español. Sus obras no solo dieron
vida a personajes inmortales, sino que también los dotaron de nombres que se
han independizado de su contexto original.
Un claro ejemplo de popularización es Silvia, de origen latino, cuyo uso se vio catapultado gracias a The Two Gentlemen of Verona (1593). De manera similar, aunque ya existía, el nombre Julieta (adaptación de Juliet) se convirtió en un arquetipo romántico y en un nombre común en español tras Romeo and Juliet (1597).
Otros
nombres fueron fijados o establecidos directamente por Shakespeare en el
panorama occidental. Jessica, atestiguada por primera vez en
The Merchant of Venice (1596), es un ejemplo de creación y fijación que el español adoptó como Jéssica. La tragedia Hamlet (1600) asentó
Ofelia, mientras que Olivia de Twelfth Night (‘Noche de Reyes’, 1602) encontró su
consolidación en el español, sobre todo en el siglo XX.
El
dramaturgo también nos legó nombres de gran resonancia: Desdémona
(Othello, 1603), difundida en español con su acento
ortográfico; Cordelia (King Lear, 1606),
que goza de un uso estable; y Miranda (The Tempest, 1611), cuyo origen latino fue revitalizado
y transformado en un nombre de pila de gran uso hoy en día. Finalmente, la musa
del poeta John Milton, en su mascarada Comus (1634),
rescató y fijó el nombre de origen galés de Sabrina, que se haría
muy popular en español a partir de finales del siglo XX.
Con el auge de la novela moderna, el siglo XVIII trajo consigo una nueva ola de nombres que pasaron de las páginas de la ficción a las partidas de nacimiento. La narrativa se convirtió en un poderoso motor de difusión onomástica. En este periodo encontramos el fenómeno de la creación pura, como es el caso de Vanessa. El nombre Vanessa es un caso excepcional en la onomástica, ya que es una creación literaria documentada y plenamente identificada, inventada por el escritor irlandés Jonathan Swift a principios del siglo XVIII, en el poema narrativo "Cadenus and Vanessa" (1713), aunque se publicó póstumamente en 1726. En el poema, Swift se da a sí mismo el nombre de Cadenus, un anagrama de Decanus (Decano, el puesto que ocupaba en la Catedral de San Patricio). Por lo tanto, el título "Cadenus and Vanessa" narra la historia de amor no correspondido o imposible entre el decano Swift y Esther Vanhomrigh e inmortaliza tanto su relación como el nombre que él le creó exclusivamente. Esther Vanhomrigh (1688–1723) fue una de las estudiantes y amigas íntimas de Swift, con quien mantuvo una relación compleja y platónica. Ella es la protagonista del poema. Swift combinó ingeniosamente las primeras sílabas del apellido de Esther, Vanhomrigh, con las primeras sílabas de su nombre de pila, Essther (o la forma arcaica Ezza), y así obtuvo el acrónimo Van-essa. Tras la publicación del poema, el nombre Vanessa comenzó a ganar popularidad, primero en el ámbito anglosajón y luego internacionalmente, hasta convertirse en un nombre común y habitual en español desde el siglo XX. Es un ejemplo paradigmático de cómo la fijación literaria puede introducir un nombre completamente nuevo en el corpus onomástico global.
Algunos
nombres lograron popularización o generalización como nombres de pila tras su aparición en obras canónicas. Belinda, gracias al
poema épico-burlesco de Alexander Pope, The Rape of the Lock (‘El rapto del rizo’, 1712), se difundió
y hoy es particularmente común en la América hispana. La sensibilidad del
novelista Samuel Richardson también dejó su marca. Su obra Pamela (1740) popularizó el nombre homónimo en español, mientras que Clarissa (1748) se asentó de manera estable gracias al éxito de la novela de ese nombre. Incluso antropónimos ya
existentes, como Amelia (Amelia, 1751) y Evelina (Evelina, 1778),
recibieron un impulso definitivo por parte de Henry Fielding y Frances Burney, respectivamente, asegurando su presencia en
el acervo onomástico hispano.
El
siglo XIX, marcado por el Romanticismo y la larga era victoriana en el mundo
anglosajón, trasladó el foco de la onomástica literaria a personajes de
profunda intensidad emocional.
Una figura clave en la difusión de nombres fue la novelista inglesa Jane Austen. Aunque muchos de sus nombres eran de uso corriente, el éxito de su obra les dio un nuevo lustre y los consolidó, como Elizabeth y Guillermo (por William Fitzwilliam Darcy) en Orgullo y Prejuicio (1813), reforzando su popularidad en el mundo hispano gracias a su asociación con arquetipos de carácter fuerte.
El
Romanticismo más oscuro y pasional nos trajo nombres que evocan paisajes
brumosos y amores trágicos. Las hermanas Brontë popularizaron
nombres que hoy son clásicos de la literatura, como Catalina (por Catherine Earnshaw) en Cumbres Borrascosas
(Emily Brontë, 1847) y Jane (Jane Eyre, Charlotte
Brontë, 1847), que se afianzó en la conciencia pública con una nueva carga de
dignidad y resistencia.
Charles
Dickens también contribuyó al repertorio, con nombres como David (David Copperfield,
1850), que se fijaron en el imaginario colectivo por su asociación con el
personaje de la novela. De otro corte, la novela gótica y de ciencia ficción
temprana nos dejó un nombre icónico: Víctor (por Víctor Frankenstein, de Mary Shelley, 1818),
que se cargó de connotaciones de genio y de ambición desmedida.
La
literatura francesa, a través de autores como Víctor Hugo, consolidó
nombres como Cosette (Los Miserables,
1862), perfectamente reconocible y admirado por su origen literario, aunque de
uso menos masivo en Hispanoamérica.
El
siglo XX marcó la entrada de la literatura en la era de la masificación
mediática, lo que hizo que la influencia onomástica no solo viniera de las
grandes novelas, sino también de géneros como la ciencia ficción y la fantasía.
La tendencia es hacia la creación y el rescate de nombres
inusuales.
Dorian (El Retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde, 1890), nombre
de origen griego fijado por la obra, fue adoptado esporádicamente en español.
Un caso de creación que alcanzó su apogeo de popularidad en este siglo
es Wendy. El autor escocés J.M. Barrie acuñó o
popularizó ampliamente el nombre para la heroína de Peter Pan
(1904), y desde entonces se ha convertido en un nombre común en el mundo
hispano.
La
literatura de fantasía moderna, aunque a menudo vista como un nicho, ha tenido
un efecto onomástico profundo y persistente: Arwen (J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos, 1954) es un nombre de origen
élfico, completamente inventado, que ha trascendido la fantasía para ser
adoptado en el mundo real por su sonoridad. Leia (George Lucas, Star Wars, 1977): Aunque del cine, la influencia de
estas narrativas en la onomástica moderna es innegable. Este nombre, de origen
literario-cinematográfico, ha alcanzado una popularidad creciente y estable en
el mundo hispano.
En el ámbito de la novela seria, nombres como Ulises (James Joyce, Ulises, 1922) o Lolita (Vladimir Nabokov, Lolita, 1955) se volvieron inmortales, aunque con connotaciones tan fuertes que su uso como nombre de pila suele ser esporádico. Finalmente, la literatura infantil y juvenil sigue siendo un gran motor, como lo demuestran nombres como Matilda (Roald Dahl, Matilda, 1988), un clásico que ha reforzado la popularidad de este nombre de origen germánico.
A
lo largo de los siglos, hemos podido trazar la compleja ruta por la cual la
creatividad literaria de autores no hispanos se inscribe de manera indeleble en
la cultura del nombre propio en el ámbito hispano. La literatura, en este
sentido, funciona como un poderoso agente de cambio onomástico, capaz de crear neologismos nominales (como Jessica o Vanessa), rescatar nombres
arcaicos o poco comunes (como Sabrina o Wendy), y, sobre todo, popularizar y fijar
nombres hasta convertirlos en elecciones comunes, tal como ocurrió con Silvia, Julieta o Pamela.
Desde
la majestad dramática de Shakespeare hasta la fantasía épica moderna, el nombre
de pila se convierte en un eco constante, una prueba de que las fronteras
lingüísticas y culturales se disuelven ante la fuerza de una gran historia. La
elección de un nombre como Ofelia, Clarissa o Miranda no es solo una
decisión estética o fonética; es un homenaje inconsciente a la fuente que lo
revitalizó y una afirmación de la perdurabilidad del canon literario.
En
última instancia, el registro civil se convierte en un catálogo en el que
resuenan los grandes escenarios de la literatura universal. Los nombres
literarios no hispanos son, en el mundo hispano, una demostración elocuente de
cómo la invención artística puede modelar el lenguaje de la identidad personal,
trascendiendo el libro para convertirse en parte de la vida misma.




