La mesa
redonda celebrada el pasado 18 de junio en la UNED, Madrid, dentro del
seminario anual del Máster en Lingüística Española, versó sobre el método.
Es una
obviedad; pero no puedo por menos de recordar mi primera lectura de je pense, donc je suis. Naturalmente, no
entendí nada más que las palabras francesas, las palabras, repito. Luego vi la
traducción latina que todos repetimos casi como una letanía: cogito, ergo sum, uno de los cojitos más
célebres de nuestra vida.
Más de
medio siglo después quizás empiezo a darme cuenta de lo que quería decir
Descartes. No se trata ahora de hacer una exégesis de su pensamiento, sino de
reflejar, de alguna manera, cuál es la relación entre pensamiento y esencia en
uno mismo, es decir, qué piensa cada uno que es o, desde el otro lado, cómo el
pensamiento nos ha hecho ser a cada uno.
La
necesidad de presentar en público el método propio en la materia científica
correspondiente implica adquirir también una conciencia de las propias
limitaciones; pero también, recordando al viejo Dumbledore, una reflexión sobre
las propias elecciones, que son las que nos definen.
Ser
historiador, especialmente si es de una materia como la lengua, que impone
historiar muchas cosas, obliga a enfocar el pensamiento de un modo específico,
en el que la profundidad temporal es relevante. Uno se da cuenta de que Atila
puede ser un personaje más presente en su vida que cualquiera de los famosillos
de turno, a los que, sin ir más lejos, desconoce. También se elige, es
inevitable, un período preferente por encima de otro. Se puede tardar mucho en incorporar a la propia reflexión que lo contemporáneo también es historia y que precisamente
por su inmediatez puede ser una historia más difícil de hacer y, en consecuencia,
mucho más atractiva. Pasar del medievalismo a la realidad contemporánea del
español en los Estados Unidos de América, por ejemplo, puede ser una muestra de
ese desarrollo del ser y el pensamiento.
Interesarse
por la dimensión cultural de la historia, desde la Lingüística, es parte del bagaje
cultural del filólogo; pero lleva a abrir puertas a terrenos que, de otra
manera, serían poco explicables. Así, es mucho más fácil entender que la
preocupación por lenguaje y cultura en distintas sociedades lleve a la
Etnolingüística y que el paso desde allí a la Arqueología ya es bastante más
natural, porque se ha creado un entorno, también humano, propicio.
De esta
manera, la reflexión metodológica va desgranando las facetas que han ido construyendo
la propia vida y la expresión de ésta. Preocuparse por hacerlo en varias
lenguas es inseparable de ese interés por cultura y sociedad que transciende la
formación filológica. Quien se ha educado recorriendo el Mediterráneo con
Ulises o Eneas, para seguir luego con Breda o Lepanto, sin olvidarse de la
Noche Triste o el paso de los Andes, está definitivamente marcado para una aproximación
interminable a los otros pueblos, a las otras gentes. Las lenguas son parte
inseparable de todo ello.
Para
dar una cierta coherencia a todos estos procesos son necesarios los modelos,
los patrones, es decir, un cierto formalismo se va constituyendo en parte del
ser, es un formalismo esencial, en el que comprender es categorizar. No es sólo
eso, claro; pero el mundo como geometría es en sí, o sea esencialmente, bello.
La pureza de las líneas permite elevar lo que se encuentra en el interior de
esas formas, que en la pura visión empirista desaparecen en una visión amorfa. De nuevo el lenguaje se nos presenta, ahora
mucho más lejano, casi incomprensible, llevándonos cada vez más y cada vez más
cerca hacia la última pregunta del ser como existencia: un no sé qué que quedan balbuciendo.