Las pizarras visigóticas permiten observar cómo la lengua latina había cambiado. También se aprecia ese cambio en el romance andalusí. En el norte, en territorio cristiano, los monasterios eran centros de cultura que también acogieron a los cristianos andalusíes, los mozárabes, que huían de Al-Andalús, conocían el latín de los escritos y usaban el dialecto románico andalusí, mal llamado 'mozárabe'. En los escritos de los monasterios empezaron a aparecer formas que ya no eran claramente latinas. En la zona de Burgos y la Rioja parece incrementarse esa tendencia. El monasterio riojano de San Millán ofrece en diversos manuscritos ejemplos claros de esa evolución. A finales del siglo IX y principios del siglo X podía hablarse ya de que se estaba utilizando una lengua distinta del latín, una lengua romance, que iría incorporando variantes dialectales y se conformaría como el castellano. En algunos de esos manuscritos los monjes añadieron glosas, notas de distinto tipo, a veces de carácter léxico, escribiendo al margen la palabra o frase equivalente en romance (algunas en vascuence), a veces de carácter gramatical, marcadas con formas del relativo latino.
Las
lenguas son constructos mentales, estructuras en la historia. Ni nacen ni
mueren, la metáfora biologicista es errónea y produce efectos indeseables. Los
hablantes no se acuestan un día hablando latín y amanecen al siguiente hablando
romance. Durante un largo tiempo va cambiando su uso de la lengua, sin ser
conscientes de que el sistema ya no es el mismo, la estructura ha cambiado y se
trata de lenguas distintas. Si una máquina del tiempo llevara a un español
actual a mil años antes, no comprendería la lengua hablada, porque los cambios
no son sólo fonéticos, son también léxicos y semánticos.
La transición del latín a los romances ibéricos fue un lento proceso caracterizado por el polimorfismo. El mismo texto puede ofrecer diversas variantes de una misma expresión lingüística, no sólo en su grafía, sino también en la morfología o la sintaxis, más cerca o más lejos del latín. El sistema del castellano medieval era tan diferente del español actual que no sería erróneo considerarlo una lengua distinta. Tómese el caso del considerado texto más antiguo castellano, una glosa al margen de un manuscrito de San Millán, por lo que se denomina “glosa emilianense”. Traduce una plegaria latina de este modo:
«Cono aiutorio
de nuestro dueno, dueno Christo, dueno Salbatore, qual dueno get ena honore, e
qual duenno tienet ela mandatione cono Patre, cono Spiritu Sancto, enos
sieculos de losieculos. Faca nos Deus omnipotes tal serbitio
fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen».
Lo que este texto (posiblemente de finales del siglo X) quiere decir en español, es decir, en la lengua moderna, no es lo que los filólogos suelen (solemos, si se me permite) traducir muy cerca del original (“con la ayuda de nuestro Señor, Don Cristo, Don Salvador, el cual Señor tiene el honor y el cual Señor tiene el poder con el Padre, con el Espíritu Santo en los siglos de los siglos. Háganos Dios Omnipotente hacer tal servicio que delante de Su faz seamos felices. Amén”).
Un sentido moderno más exacto sería algo como: “Que Dios omnipotente nos ayude, con nuestro Señor Cristo, el Salvador, honrado y poderoso junto con el Padre y con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos, para que, por nuestras obras, podamos contemplar Su rostro como bienaventurados.” Amen, préstamo del hebreo, sólo varía en que hoy se acentúa. Amén, אמן, alef mem nun, significa “en verdad”, con una muy posible relación etimológica con “fe”, en el sentido de la confianza en un pacto, en este caso entre Dios y Moisés.
El hecho de que pueda haber variantes
en la traducción no altera la tesis que se sostiene: la estructura del texto
anterior no coincide con la de lo que hoy se llama español. Sería, por
tanto, teóricamente coherente decir que se trata de otra lengua y no es
exagerado suponer que los filólogos del futuro trazarán la divisoria entre el
sistema del español y un sistema anterior, llámese como se llame, con
posterioridad a estos textos de la Edad Media.
Los hablantes fueron conformando el nuevo sistema del castellano en un territorio de contacto lingüístico, entre hispanorromanos, afrorrománicos y vascos. Por eso algunos estudiosos lo consideran una lengua vascorrománica. Aunque al principio tuviera, como el catalán o el italiano, siete vocales, muy pronto diptongó las e, o abiertas y fue pasando al sistema actual de cinco, a, e, i, o, u. El sistema de cinco vocales es muy común en las lenguas del mundo. El español coincide con el vascuence, pero también con el celta y con el ibérico. La f- inicial latina se aspiró y se perdió, quizás porque no existía en vascuence; pero la correspondiente bilabial sorda inicial [p] también se había perdido en celta.
En
el léxico hay notables influencias del vascuence. La “mano pecadora” es la izquierda,
un vasquismo, mientras que la palabra latina original, siniestro, se
especializó en el sentido moral. Diestra, en cambio, continúa el dextra
del latín. Mio Cid reza al “Señor que estás en lo alto”, que es precisamente lo
que significa la palabra vascuence para Dios, Jaungoikoa. Su hombre de
total confianza es Minaya, “mi hermano”, un híbrido románico (mi) – vascuence (anaya).
Esos
contactos se ampliaron a lo largo de la Edad Media y épocas siguientes. En
primer lugar, con los otros romances peninsulares. En toda la Iberorromania se
desarrollaron tres grandes variantes del latín, de este a oeste, la catalana,
la castellana y la portuguesa. Esta última, en términos históricos,
especialmente para la Edad Media, suele denominarse gallego-portuguesa. Junto a
ellas existieron otras dos líneas que quedaron truncadas, aunque hayan
mantenido formas dialectales hasta hoy. En el este se sitúa el aragonés, entre
el catalán y el castellano. En el oeste se encuentra el astur-leonés, entre el
castellano y el gallego. Habría que incluir otras variedades iberorrománicas
como el navarro o el riojano, entre Aragón y Castilla. Estos dialectos latinos
tienen interés para la conformación de la lengua que luego sería el español. Es
fácil percibir que los hablantes estaban distribuidos en un territorio mucho
más amplio que el que servía de base a los primeros castellanohablantes. La
consecuencia inmediata es que, desde muy pronto, el castellano se fue
extendiendo a esos hablantes que estaban en las márgenes de su territorio. Es
un fenómeno interesantísimo, porque Castilla no era entonces el territorio
política o económicamente predominante. Lo irá siendo y ese factor añadirá otro
prestigio al castellano; pero, desde sus pobres orígenes, hubo algo en la nueva
lengua que facilitó la integración de las otras variantes. El castellano fue
integrador, podía mantener su propia evolución desde el latín o respetar el
grupo latino. Por ejemplo, la palabra latina pluuia, testimonia la evolución castellana de pl- > ʎ (ll) en lluvia. Pero se aceptaron otras
soluciones del grupo latino pl- inicial de pluvia, como la occidental chubasco,
con [tʃ], o se
mantuvo el grupo latino, como en pluvial. Plorar podía alternar con llorar,
el polimorfismo era un rasgo constitutivo de la nueva lengua. Lo mismo ocurría
con los préstamos, las palabras que le llegaban de otras lenguas.
Las alternancias de guerra y paz con los musulmanes andalusíes ampliaron los contactos. En el solar hispano, la casa era un mundo árabe, en su vocabulario, desde el zaguán a la azotea, pasando por las alcobas, tabiques, alféizares y ajimeces, las alfombras, alcatifas, almohadas que la adornaban o los albañiles que la construían. Pero el jardín era una palabra francesa, como el fraile o la monja del monasterio vecino, o el nombre de los habitantes del sur de los Pirineos, español, que no se aplicó en principio a los castellanos, sino a los aragoneses y catalanes. Y, aunque la Academia lo da como de origen incierto, es posible que el nombre de un postre tan español como el turrón sea un catalanismo, porque el dulce que correspondía a esa factura se designaba en el castellano medieval mediante el arabismo alajú. Una nota para los defensores de las esencias eternas: el nombre de la flor española por antonomasia, el clavel, es un catalanismo. También lo son cantimplora, capicúa y convite, sin salir de la letra c, como también lo es el nombre de las antiguas pesetas. El catalán, además, sirvió también de paso para la llegada de provenzalismos (como burdel), más próximos, o italianismos (artesano, balance, escandallo, esquife, faena, forajido, lustre, motejar, como nos enseñó Germán Colón).
El Camino de Santiago y la facilidad de comunicación causaron que muchos peregrinos no regresaran a sus lugares de origen. Algunos de ellos eran personas cultas que siguieron en Castilla como notarios o escribanos. Introdujeron sus rasgos franceses o provenzales en textos jurídicos, como el Fuero de Avilés o literarios, como el Auto de los Reyes Magos. A partir del siglo XI la influencia francesa fue mucho más clara. Se puede ver su influencia en dos aspectos relevantes. Por un lado en el cambio de rito de la iglesia católica, que abandonó el rito visigodo o mozárabe . Por otro, en el cambio de letra de los escritos. La escritura visigótica fue sustituida por la carolina. A medio plazo, eso causó que muchos manuscritos se fueran perdiendo. Ramón Menéndez Pidal y Rafael Lapesa apuntaron a influencia francesa, concomitante con una tendencia interna, en la pérdida de la vocal final o apócope. La apócope se extendió entre los siglos XII y XIV. Influyó en alteraciones del sistema pronominal átono, como el leísmo, pues lo, acusativo, y le, dativo, confluyeron en -l: dixol era tanto díjolo ‘lo dijo’ como díjole, ‘le dijo’.