Prendo el computador y en Skype aparece el saludo al mundo de una joven amiga bumanguesa: “me siento sola”. No se piense que es una invitación a rumbear. He traducido el texto, porque el original estaba en alemán, una lengua muy interesante, pero poco rumbera. Se trataba, por tanto de un mensaje para sí misma, un síntoma, no una llamada, en términos técnicos. Mi amiga, a la que llamaremos Laura, que es nombre literario, sentía una frontera entre ella y el mundo, de ahí su soledad.
La soledad de los jóvenes no es novedosa ni desdeñable, los escritores románticos la explotaron con notable éxito y ahí quedaron “Las desventuras del joven Werther”, de Goethe, con suicidio final incluido, que han permanecido como paradigma, como modelo. En la literatura colombiana, como en toda Latinoamérica, el romanticismo hizo furor y, todavía hoy, marca de manera indudable las series televisivas de gran éxito, que los españoles llamamos “culebrones”, intensificando sus orígenes. El ejemplo típico y tópico es, hoy día, “Rosario Tijeras”.
Pero ese síntoma de soledad no es simplemente una manifestación romántica. Nos equivocaríamos si nos redujéramos a ello. En un mundo en el que es muy difícil estar solo, en el que todo está poblado de multitudes, sentirse solo no es raro y, entre los jóvenes, es frecuente, igual o más que antes. Cuando lo expresan, debemos prestar atención, aunque sólo sea porque del presente de la juventud depende el futuro de todos.
Decíamos que el joven tiene hoy una oferta incomparable con cualquier período anterior: espectáculos, actividades, educación. Gran cantidad de ruido. Sin embargo, si consideramos lo que para un gran profesor de ética, Fernando Savater, es el objetivo fundamental, no estamos tan seguros de que tengan o estén en condiciones de construirse una “buena vida”. No se confunda con una “gran vida”. La buena vida se adquiere como consecuencia de una coherencia entre las convicciones y el comportamiento. Quizás lo que esté fallando sean las convicciones, las creencias, no el comportamiento.
He utilizado la palabra convicciones porque no quería ser malinterpretado en el sentido de que voy a ocuparme de la religión en Colombia o en el mundo, de las conversiones o nada parecido. En todo caso y, quizás porque son supervivientes de grandes dificultades, una reciente estancia en Bucaramanga me ha hecho afianzarme en la idea de que los colombianos tienen motivos para creer en sí mismos. Pueden esperar esa buena vida que Savater marcaba como un objetivo esencial y existencial.
Laura no es la única de mis nuevos amigos bumangueses que está en la encrucijada. Hay otros como ella, que proceden de medios en lo que lo habitual era esperar poco de la vida, tener un trabajo estable y modesto, como el de los padres, y cierta tranquilidad sin sobresaltos: sobrevivir. Todos se encuentran de pronto ante horizontes que nunca pensaron, posibilidades de desarrollo que podrán aprovechar: estudiar una carrera universitaria, ejercer una profesión y no un oficio, viajar, estudiar en el extranjero, que su voz tenga más peso en la sociedad colombiana. Se trata de una verdadera revolución de los tiempos, una auténtica revolución liberal, porque es igualitaria y se aleja de la injusticia de la sangre derramada por la locura supuestamente revolucionaria, realmente criminal.
Entre la gente de mi edad es fácil escuchar comentarios viejunos sobre las limitaciones y carencias de los jóvenes. Soy amante y usuario del latín; pero dudo mucho de que haya superioridad en saber latín sobre saber inglés, citar en alemán o manejar con soltura las computadoras y los modernos medios de comunicación. En mi regreso de Bogotá a los Estados Unidos ocupaba la butaca de al lado otra joven colombiana, de Cúcuta, que iba a aprender inglés y a vivir con una familia. En el escaso tiempo transcurrido, su idea del mundo habrá cambiado, ya no verá igual que antes qué es ser norteamericano o colombiano, o del primer mundo o del tercero. Su juicio se habrá hecho independiente, personal, se habrá diferenciado de la idea mostrenca, comunal, de la que participaba antes.
Estos jóvenes que se abren al mundo, que rebasan los límites de su clase, los límites de sus padres, que aceptan nuevas ideas y nuevos modos de vida, tienen razones para sentirse solos. Porque son los primeros muchas veces en exponerse a estas nuevas situaciones y no pueden compartirlas con su entorno, que no llega a comprenderlas, porque no son suyas, no son su experiencia.
Hay un reto social, por tanto, un desafío que los países emergentes deben aceptar, si quieren un desarrollo progresivo, el de facilitar espacios de diálogo a sus jóvenes, espacios que arranquen de la necesidad de estudiar y reflexionar sobre sus nuevas vidas y cómo hacerlas buenas, para ellos y para la sociedad que las hace posibles, con el esfuerzo de todos.
Ante la vida, decía San Pablo, no hay que tener miedo; pero no todos estamos preparados de igual manera para enfrentar las novedades cotidianas. En esta encrucijada educativa, será muy útil que los jóvenes se puedan relacionar con modelos personales y profesionales foráneos, que conozcan otras personas y otras experiencias en otros medios, que se abran a mundos a los que, a veces, viajarán y que, otras veces, conocerán sólo por textos e imágenes. Tampoco moverse de un sitio a otro resulta igual de atractivo para todos, la quietud también puede formar parte de esa buena vida.
El éxito futuro de la sociedad colombiana, por fin en paz, depende del equilibrio interior de quienes vayan a administrar las riquezas materiales y las del conocimiento. Saber abrir vías a la juventud inquieta, aceptar sus niveles de compromiso y facilitarle el diálogo es un requisito esencial de la nueva educación colombiana, de un humanismo que debe aceptar innovaciones en un país cuya contribución histórica ha sido fundamentalmente educativa.
Publicado en El Frente, Bucaramanga, Colombia, 9 de octubre de 2010.