La noción de que una lengua es una representación del universo es una idea aceptable que conviene desarrollar. La palabra refleja la percepción de un ser clasificado, categorizado por los hablantes. Mediante la palabra los hablantes no expresan el objeto como ser en sí, sino como “ser percibido”, como percepción. Cada objeto se percibe como un elemento de una clase o categoría. Dicho de otra manera, las palabras no crean el objeto como tal, pero lo reconocen como percibido, lo sitúan en una categoría y, como miembro de esa categoría, adquiere un lugar dentro de la estructura lingüística. Es posible reformular así un concepto fundamental en lingüística, el de valor. Los signos lingüísticos se definen por su relación con los demás que componen el sistema de cada lengua. El latín distinguía nos, uos, alter, uter, como signos distintos, el castellano amalgama en nosotros, vosotros. El valor de nos, en latín, se definía por oposición a las otras tres formas (entre otras muchas). El valor de nosotros, en español, se define por oposición a vosotros; “otros” ya está integrado en ambos. Otras lenguas, como el árabe o el inglés, emplean recursos distintos. El principio de la mismidad, que diría Ortega, está vinculado en árabe a la palabra nafs, que también significa “alma”.
La creencia de que existe un verdadero
“carácter nacional” aplicable a grupos concretos de seres humanos de todos los
tiempos resulta (como parece que dijo Mark Twain a propósito de la noticia de
su muerte) muy exagerada. La desproporción subsiste si sólo se considera el
conjunto de los representantes de un grupo que destacan, sean reales o
personajes de obras de creación literaria. Una interpretación más comedida es
la que entiende esa constante como un elemento interpretativo más, junto a
otros. Sólo se adscribe al mundo contemporáneo cuando nos referimos a esa
época. El factor común a las distintas versiones de esa teoría es que el
carácter nacional (o mentalidad colectiva) se manifiesta a través de la
expresión literaria. Por cierto, un factor que condiciona la atribución del
rasgo de “fuertes” a ciertas lenguas es que hayan sabido crear una literatura
con arquetipos de validez universal o, al menos, intemporal.
No hay nada genético en esa relativa constancia de los rasgos de la mentalidad colectiva. La sociedad que llamamos “nación” es, más que nada, un hecho estadístico. Simplemente resulta de la mayor probabilidad que tienen los individuos que la componen de relacionarse con todos los demás, por encima de la probabilidad de relacionarse con extranjeros. Como lo que importa es la relación, es fácil comprender que la mentalidad colectiva tenga mucho que ver con la existencia de una lengua común. En el mundo occidental esa lengua tiende a ser el inglés. La fuerza del mundo hispánico se apoya en el español. El argumento lingüístico, como queda patente, no puede invertirse hasta el punto de concluir que toda lengua genera una nación. Es hasta demasiada la evidencia de que muchas naciones admiten varias lenguas en su territorio y los Estados Unidos pueden y deben ser un ejemplo mundial. Existen principios, visiones culturales y se simplifican, sobre todo, en estereotipos. Esos estereotipos dependen de las limitaciones culturales y personales de sus creadores, así como de la fuerza de la maquinaria cultural que los difunde.
Se llega a la realidad del estereotipo
desde dos puntos de vista distintos: la pretensión de concretar una cultura en
un arquetipo que la represente, y la incapacidad de la máquina cultural para
dar una imagen exacta de esa cultura y de su arquetipo. El estereotipo
no es tan sólido (eso es lo que significa stereós en griego: ‘sólido,
duro, robusto’) como muchos suponen, al basar su creencia en cómo es el mundo
para ellos. Más
bien habrá que tener en cuenta lo que afirmaba Ortega (Ideas y creencias)
sobre las creencias, o sea, todo aquello que se acepta sin
cuestionárselo: “No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que
operan en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo”. Ese fondo que,
por tanto, no es de ideas, sino de creencias, es lo que provocó la
interpretación del himno nacional de los Estados Unidos por un mexicanoamericano
vestido de charro. Lo sacó de un
estereotipo y lo colocó en otro.
La dimensión continua o creciente de los movimientos de población hace que los Estados Unidos se vean sometidos a una cultura que lo es desde dentro, pero también se renueva desde fuera. Quienes se consideran a sí mismos el núcleo auténtico del pueblo norteamericano no son sino inmigrantes, tras varias generaciones. Los auténticos “nativos” de la sociedad norteamericana constituyen sólo una minúscula minoría, mucho más preterida que la de los mexicanos y, luego, de la de los demás hispanos. Parte de esos hispanos procede de familias establecidas en los Estados Unidos desde el siglo XVIII e incluso antes. Muchas de esas familias, como los descendientes de canarios en San Antonio, se han fundido con familias de otros orígenes (anglos o alemanes), sin que hoy se las pueda diferenciar. A veces, sin embargo, reclaman su herencia española. Fue una tragedia cultural que la primera generación de braceros mexicanos, que después se llamó chicanos, perdiera su identidad al integrarse por la fuerza en el melting pot norteamericano. Pero para algunos es un drama que la nueva generación de latinos pretenda simultanear ambas identidades: la de origen y la de asentamiento. Las identidades modernas son el resultado de procesos de integración y asimilación (la conjunción copulativa es importante) producidos a lo largo de los últimos diez o menos siglos. Debe quedar claro que las integraciones deben ser recíprocas. Baste sólo una anécdota tejana. Las fiestas de la ciudad de San Antonio se celebran cada año para conmemorar la batalla de San Jacinto, en la que los anglos derrotaron a los mexicanos y propiciaron la independencia de Tejas. Pues bien, la celebración, verdaderamente multitudinaria, se denomina Fiesta, en español. Sus símbolos más característicos son mexicanos, así como la comida mexicana es la más típica de Tejas.
Puede uno interrogarse sobre qué somos, para nosotros mismos, los habitantes de los Estados Unidos. ¿La herencia española me hace sentirme un tejano de quinientos años? ¿El traje de charro me resulta tan español como mexicano? ¿La reacción de ciertos grupos provoca en mí una oposición entre lo anglo y lo hispano? No son sólo preguntas personales. Con variantes (nacidos, residentes, monolingües, bilingües, etc.), todos los tejanos podemos hacérnoslas; incluso todos los americanos. Como diría Bertold Brecht, zu viele Frage, “demasiadas preguntas”.




