Lo que llama la atención de este sitio en particular es que se trata de un edificio omeya destinado a uso secular. Esto permite relacionarlo con un modo de actuar que tiene manifestaciones claras en el AlAndalus omeya, la más evidente de las cuales, pero no la única, es la ciudad de Medina Azahra, a 6,4 kms al oeste de Córdoba, construida por el primer omeya andalusí que se proclamó califa, Abderrahmán III (912–961), destruida en 1010 en las guerras civiles entre los musulmanes. Como ha señalado Antonio Vallejo (2005), “Abd al-Rahman utilizó la topografía y los recursos escénicos del lugar con una clarísima intencionalidad iconográfica”.
Las
investigaciones recientes han cambiado mucho la perspectiva sobre AlAndalus y
las realizadas sobre el palacio de Medina Azahra han insistido en su constante
renovación y en el uso decorativo de elementos simples en la parte dedicada
específicamente a la residencia del califa, dentro del palacio. Puede
destacarse, por ejemplo, el uso de decoración sobre láminas de piedra que se
superponen a la piedra de los muros del palacio. Es un sistema de decoración
muy abundantemente documentado en Tierra Santa y que se apoya además en el uso
de elementos vegetales-geométricos simples, como la hoja de acanto.
Naturalmente, comparar el palacio de un califa con una residencia particular
requiere situarse en dos planos diferentes, pero siempre resulta interesante
observar cómo una serie de elementos arquitectónicos, como la relación con el
edificio de la mezquita y con el baño, o decorativos simples pueden encontrarse
en las construcciones omeyas de Oriente y en las andalusíes.
Khirbet el-Minyeh fue un palacio rural secular, cuyos restos se localizan a 14 kms al norte de Tiberíades y a unos 200 m de la orilla del lago. Orientado según los puntos cardinales y con una dimensión cuadrangular (66,4 x 73 x 67 x 72,3 m.) contó también con una mezquita y con un baño, lo cual, junto a una inscripción con el nombre de el-Walid ibn cAbd el-Malik (regnauit 705-715) lo sitúa claramente en la época omeya. Se supone que el señor del palacio fue cUmar ibn al-Walid, que fue gobernador de Tiberíades durante el reinado de su padre, pero que cayó en desgracia cuando el hermano de éste, Sulayman ibn Abd al-Malik se desempeñó como califa.
El palacio
ofrecía una serie de elementos bizantinos, como el baño (según B. Ravani) o la
decoración de mosaico. Sin embargo, el carácter romano o bizantino del baño, al
faltar la justificación de las primeras excavaciones, queda sujeto a
controversia. En todo caso, se trata del único palacio omeya sobre la
superficie que se conserva en Tierra Santa. El palacio estaba defendido por
torres redondas en las esquinas y semicirculares en el centro de cada muro,
excepto en el oriental, que contaba con una entrada monumental. También hay que
destacar el gran tamaño del patio central. Sobre la piedra de los muros se
colocaron placas de mármol, que hoy no se conservan. La existencia de lo que
parecen ser los restos de un trono contribuye a la interpretación de que pudo
ser también un centro administrativo. Situado en el centro de una rica zona
agrícola, la iconografía del paisaje también representa un papel destacable en
la elección de su ubicación.
Se ha
encontrado poco mobiliario, un rollo de basalto, un mortero con orejeras,
algunas lámparas y restos de cerámica. Las lámparas, al parecer son de dos
tipos, tardíos y relacionados, del primer tipo, sin barniz, correspondería a
una lámpara del siglo XIV, mientras que el tipo barnizado sería parecido al anterior y también de época mameluca.
Aunque Grabar et al. afirman que la cerámica es del tipo común, que se conserva desde el siglo XVI hasta hoy y que no hay restos de cerámica antigua, los estudios más recientes de Franziska Bloch, en 2006, demuestran que la existencia de una cerámica no vitrificada o barnizada es prueba de que se mantuvo una ocupación constante del lugar hasta principios del siglo III h. (IX J.C.) que pudiera explicar ciertas modificaciones estructurales en la arquitectura. Después el palacio fue abandonado para volver a ser ocupado entre los siglos XII – XIV J.C. y la cerámica vidriada, tardía, había apoyado la tesis de que los nuevos ocupantes, los mamelucos, fueron los que se encargaron de la rehabilitación del palacio; pero esas conclusiones parecen haber sido superadas por el trabajo de Franziska Bloch.
El
descubrimiento de un sarcófago utilizado quizás como abrevadero, bajo la bóveda
hundida del patio, ha llevado a pensar que esa parte pudiera haber sido
reutilizada como establo. Aquí se encuentran otros restos de cerámica vidriada,
del tipo de los que se habían utilizado para justificar las distintas fases de
construcción y rehabilitación; pero es la cerámica antigua, la no vidriada, la
que debe utilizarse como término de referencia para fechar etapas de la
construcción.
No me parece
necesario repetir o sintetizar aquí la detallada clasificación de los restos de
cerámica que ofrecen Grabar et al. o Bloch en sus trabajos. Para mi
propia investigación es más relevante fijarse en otros aspectos que permiten
vincular el mundo omeya de Oriente y el andalusí.
Correspondió a la dinastía Omeya, la primera tras los cuatro primeros califas conocidos como los “guiados rectamente” (راشدون), la fijación de un primer canon artístico y cultural. La arquitectura ofrecía un marco perfecto para ello y por esa razón las relaciones entre los componentes arquitectónicos de Oriente y AlAndalus merecen atención. El valor simbólico subyacente es el mismo: los omeyas marcan ese valor en un programa arquitectónico perfectamente estructurado. El cambio del Hijaz a Damasco es una clara indicación, del mismo modo que el cambio de Córdoba a Medina al-Zahrà también lo quiso ser. Este cambio geográfico se unió a la necesidad de aprovechar o de reelaborar lo previamente existente en un dominio geográfico marcado por la arquitectura romana en AlAndalus, en su versión helenística o bizantina en Oriente. En ambos lugares la civilización precedente había sido artísticamente cristiana. En Damasco, la plegaria del viernes tenía lugar en la iglesia de San Juan Bautista, cuyo monumento funerario se sigue conservando hoy dentro de la mezquita omeya que reemplazó a la iglesia. Esta necesidad de adaptación y cambio también se refleja en la lengua de la administración. El griego y el persa eran las lenguas de la administración oriental y hoy tenemos cada vez más datos sobre la importancia del latín en Occidente incluso en la misma conquista musulmana de AlAndalus, realizada mayoritariamente por hablantes de latín norteafricano o afrorrománico. En el año 694/95 el califa cAbd el-Malik pudo imponer el árabe como lengua administrativa en Oriente y ello explica por qué a partir del establecimiento del emirato omeya en AlAndalus con cAbd el-Rahman I (731-788) la administración andalusí evolucionó hacia la lengua árabe más deprisa y AlAndalus se convirtió en un gran foco lingüístico y literario árabe. Algo similar ocurre en las monedas, en las que tardaron en desaparecer los motivos iconográficos romano-bizantinos.
Los omeyas afianzaron su dominio sobre sus súbditos y sus tierras gracias a un programa arquitectónico e iconográfico. La mezquita de la Roca es un ejemplo claro de la transformación de la arquitectura de los martyria y baptisterios cristianos. Sin embargo, donde hay que buscar la esencia de la transformación pretendida por los omeyas es en la arquitectura civil. A lo largo de las rutas comerciales del actual desierto siro-jordano se construyó una serie de palacios cuyo propósito quizás no esté todavía claro. Pudieron ser centros de desarrollo agrícola o simplemente lugares de placer y descanso de una corte itinerante. Al-Walid mandó construir el complejo balneario de Qusayr `Amra, cuyo decorado tiene un innegable valor simbólico. En el ábside se sitúa un trono sobre el que se sienta, al modo bizantino, un soberano musulmán. Frente a él se colocan los monarcas derrotados, señalados no solo por las inscripciones en árabe, sino también en griego: el emperador bizantino, el sasánida, el etíope (el Negus), el de China, el Khaqan de los turcos y el rey visigodo. El mundo entero se representa con su pleno valor simbólico en lo que hoy pudiera parecer un lugar en medio de la nada. El lugar no importa, el símbolo define. Khirbet el-Minyeh, el último reducto al final de esa ruta, tiene que explicarse desde ese valor simbólico que viene a decir: todo significa ahora de una manera distinta, porque el dominio del mundo ha cambiado. Así hubiera sido, si la Historia posterior no hubiera alterado varias veces su rumbo.