Ante la continuidad de la respuesta favorable obtenida por la idea de dedicar unos meses de este cuaderno a recordar a los maestros, para recomponer un momento brillante de las humanidades en España, continúo este trabajo de recuperación de los escritos que les dediqué. En esta ocasión recupero la primera necrología que escribí. Acababa de cumplir veintiséis años y la muerte de don Américo y los días siguientes supusieron un golpe durísimo. Con él había tenido primero una relación por correspondencia y, cuando llegó a España, esa relación se intensificó y se hizo familiar porque fui sometido en 1968 a una operación cardíaca y don Américo, que vivía en la calle del Segre, muy cerca del hospital donde se realizó la intervención, acompañó a mis padres en todo el proceso y estuvo pendiente con esa fortaleza humana y generosidad que lo caracterizaron siempre. Hoy en día podría escribir mucho más, hablar del estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada que iba a caballo desde su pueblo a la Facultad (la equitación y la natación fueron sus deportes favoritos) o del investigador de campo en Marruecos y su relación con los judíos sefardíes o del profesor de universidad norteamericana que agarró de la pechera a un estudiante que le preguntó por "that guy Cervantes", un sinfin de anécdotas, un mundo de recuerdos. A buena parte de ello ya he dedicado otras páginas. Dejo el texto original, publicado en Anales Cervantinos, XI, 1972, con la corrección de alguna errata mínima.
El pasado 25 de julio falleció en Lloret de Mar el hombre que nos ha enseñado a mirar de un modo nuevo y más certero la historia de España.
A. Castro nació
accidentalmente en Brasil, de padres españoles, (digámoslo sin menoscabo de la
tierra que le vio nacer en la ciudad de Cantagalho, ya que esta misma ciudad ha
sabido honrarlo). Razones que distan mucho de lo accidental hicieron que terminase
sus días con pasaporte norteamericano, lleno el corazón de un profundo
agradecimiento al país que lo acogió y le permitió desarrollar la parte más
importante de su obra.
En la labor
científica de Castro podemos distinguir dos vertientes. La primera es la
filológica, la segunda es la que lleva a su concepto de la historia de España.
Dentro de la
etapa filológica, que llega hasta 1936 (Glosarios latino españoles), y
que desde 1925 coincide con una subetapa literaria cervantino erasmista,
destaca su interés por los problemas del español vivo, junto a la preocupación
historicista general en sus coetáneos. Le interesa la lengua de su
época, y propone soluciones abiertas en problemas tan complejos como los de bilingüismo,
formación lingüística imprescindible para la crítica literaria, y el punto de
partida en el habla para llegar a la lengua.
Mas esta serie de
estudios lingüísticos no se hacían sin el correspondiente contrapunto de
estudios literarios. Ya en 1916, en la RFE, se había ocupado del tema
del honor, y antes (en un artículo primerizo de 1909) se había manifestado
contra la importancia del Renacimiento reformista en la cultura española,
siguiendo la inercia o incuria generales.
Un libro de 1925, pero planeado desde 1920, revela como maestro al hasta entonces erudito profesor universitario. Con El Pensamiento de Cervantes se inicia, no es exagerado decirlo, una nueva etapa en el estudio de la vida española y de su historia. Advirtamos inmediatamente que en sus últimos años D. Américo consideraba este libro como una antigualla. En efecto, esta renovada antigualla llama a la excelente reedición de J. R. Puértolas (ed. Noguer, 1972) en la dedicatoria del ejemplar que poseo. Nunca podremos pagar la excelente labor de J. Rodríguez Puértolas, pues sin ella D. Américo no hubiera consentido nunca que la obra se reeditase. Por ello es incomprensible la postura reaccionaria de los que se aferran a este libro como si en 1925 hubiera muerto el enorme investigador que entonces precisamente nacía para la ciencia.
El pensamiento
de Cervantes, como casi
toda la obra de su autor a partir de él, es un libro de oposición. Su Cervantes
renacentista de entonces se opone al Cervantes reaccionario o «ingenio lego» de
sus contemporáneos. De todos modos, conviene decir que Menéndez Pelayo había
señalado ya la filiación erasmista de Cervantes.
En este libro de
1925 A. Castro desarrolla los temas del Renacimiento en la obra cervantina,
precisamente porque esto era desdeñable hasta esa fecha, y el libro es un éxito
porque coincide con una época de tendencia europeísta a la que conviene el
renacentismo de Cervantes.
El Américo Castro
que se mueve en el mundo del Renacimiento y Erasmo y que cree ver en el
imperio de la razón y la crítica la España salvadora, choca de frente con el
drama incomprensible (porque matar debe ser siempre incomprensible) de la guerra
civil. Sus teorías se le vienen abajo y se encuentra solo, enfrentado a colegas
y maestros, en un exilio que tiene poco de tiempo libre, para lograr la
construcción siempre inacabada de una tesis que explique la sola España, sin
dividirla en dos que se aniquilan.
Esta preocupación
aparta a Castro de una exclusiva dedicación a Cervantes, que nunca tuvo, y le
hace volverse a la Edad Media, para trazar el camino de nuestra literatura
desde sus orígenes al Siglo de Oro. Su principal innovación teórica es la
utilización de la literatura como fuente de la historia. Su maestría en la
crítica textual, en la que ni siquiera se le acercan sus detractores, y su
genial intuición le llevan a resultados hoy por hoy evidentes, que se exponen
por primera vez en 1948 (España en su Historia: cristianos, moros y judíos).
Es bien sabido que Castro se explica la España actual, la que nos interesa y
nos duele, como algo que arranca de la lenta simbiosis o fusión (entre el 711 y
1492) de las tres castas, razas y religiones, así como otros datos que no cesan
de aparecer apoyan firmemente su tesis.
No quiere esto
decir que los habitantes del Sur de los Pirineos, en la época en que eran
castellanos, catalanes, aragoneses, navarros, etc. (incluso portugueses) no
sintieran que tenían algo en común que los diferenciaba de los norpirenaicos,
pero si a eso lo llamamos español tendremos que admitir que se trata de
un español distinto a lo que hoy entendemos por tal. Por ello es
preferible hablar en estos casos de cristianos peninsulares.
Los visigodos
(repetimos una y otra vez) no eran españoles (como hoy pensamos español);
podemos llamarlos hispánicos, protoespañoles, el nombre es lo de menos,
lo importante es que son sólo un ingrediente más que hierve junto con otros en
ese alambique del que por alquimia única destila España.
Esta dedicación al estudio de los elementos
semitas en lo español (los árabes son también semitas, conviene recordarlo)
hace brotar la calumnia: Castro es, dicen, judío, es incluso gran rabino (lo
hemos leído en un recorte de prensa convenientemente guardado, para que no se
olvide la estulticia de los ultras). Lo curioso es que para ciertos judíos
Castro pasa a ser (y así se escribe también) el enemigo de los judíos, el que
distorsiona la unidad judaica separando a los sefardíes, el enemigo
antisionista, precisamente porque se opone a cualquier estado en el que el Estado no esté separado de la Iglesia y
viceversa (recordemos el proceso israelí del Padre Daniel, a quien se negó la
ciudadanía por ser sacerdote católico).
Detalles
marginales como los citados tienen su valor, pues permitirán a cualquier
persona de buena voluntad que tenga dudas, precisamente por estas calumnias,
acerca de las razones que A. Castro tuvo para ser objetivo, volver las cosas a
su lugar y estudiar su obra sin falsas desviaciones ideológicas.
La interpretación espiritualista de la historia enfrenta a Castro con los historiadores al uso. No se trata de despreciar los· datos económicos; lo que es inadmisible es que un F.. Braudel distorsione las fechas de expulsión de los judíos para ajustarlas a unas tesis demográficas. Si los datos objetivos no coinciden con los teóricos es la teoría la que está mal, no los datos.
España en su
Historia se convierte en
1954 en La Realidad Histórica de España, tomo I, que ya no· tendrá II,
en ediciones renovadas de 1962 y 1966.
Los temas de esta
segunda parte irrealizada se vislumbran en sus estudios sobre la edad
conflictiva, y sus preocupaciones teóricas, reaparecen en Dos Ensayos,
en Español, palabra extranjera y en la incesante reelaboración de sus
obras anteriores.
Antes hemos dicho
que la búsqueda del ser de España llevó a Castro hasta la Lejana Edad Media y
que desde allí adquirió una nueva perspectiva para sus enfoques cervantinos. Hacia
Cervantes es una buena prueba de ello.
El nuevo enfoque
de la cultura española pone en tela de juicio que los valores fundamentales de
Cervantes sean precisamente los renacentistas y casi solamente estos mismos.
Una serie de trabajos (“Cervantes se nos desliza en El Celoso Extremeño”, en Papeles
de Son Armadans; Cervantes y los casticismos españoles) preparan su última
y trascendental aportación a la bibliografía cervantina: Como veo ahora el
Quijote (prólogo a la edición del Quijote de Ed. Magisterio
Español).
En esta obra Castro critica duramente sus primeras interpretaciones y sitúa la obra en una nueva perspectiva.
Según ella
Cervantes crea con el Quijote la novela moderna, la novela en la que el
personaje se hace a sí mismo y no evoluciona por unos senderos rígidos que el
autor le impone. Al mismo tiempo reacciona contra una sociedad injusta, pero
reacciona con serenidad y con esperanza, frente al desgarro de Mateo Alemán,
por ejemplo. Como cristiano nuevo y obligado por ello a las fantásticas
genealogías y al disimulo, Cervantes defiende la interioridad, la intimidad. En
el plano religioso esto le hace erasmista.
Los cristianos
nuevos, pensamos nosotros, se inclinan hacia el erasmismo porque en un Erasmo
totalmente alejado de las condicionantes españolas no existen las reticencias y
falsa superioridad de los cristianos viejos y su hiriente división de los
creyentes en dos clases. Lo de cristianos viejos y nuevos era ajeno a Erasmo.
A la concepción
de Don Quijote como cristiano nuevo, ya expuesta antes por Castro, se suma
ahora la de un Cervantes que ataca, so capa de los libros de caballerías, todas
las falsas escrituras, y muy directamente la burda falsificación de los plomos
del Sacromonte.
El libro se construye en tomo a tres elementos: linaje, plomos del
Sacromonte, y enfrentamiento con
los “gigantes”: la sociedad corrompida, incapaz del ideal, pero de sangre “limpia”.
(Es una cruel ironía cervantina
que la duquesa tenga la sangre podrida y padezca de fuentes
en las piernas.) Erasmo sigue presente, pero lo que define a Cervantes no es ser un espíritu
renacentista y europeo, sino un hombre con espíritu de “cristiano
nuevo”, un hombre que lucha por su propia identidad en una sociedad que subordina el
honor a la honra y las acciones propias a la religión de los
antepasados.
Como discípulo directo de D. Américo en estos últimos años, uno a mi propio pesar el de la redacción de ANALES CERVANTINOS. Agradezco el encargo de redactar estas líneas que, aunque concisas, me permiten precisar una vez más el pensamiento de mi llorado maestro.