Tuesday, May 13, 2025

Elías Terés Sádaba: una vida dedicada a Al-Ándalus

Ante la respuesta favorable obtenida por la idea de dedicar unos meses de este cuaderno a recordar a los maestros, para recomponer un momento brillante de las humanidades en España, continúo este trabajo de recuperación de los escritos que les dediqué. En esta ocasión recupero la necrología del director de mi primera tesis doctoral, el arabista Elías Terés, publicada en la Revista de Filología Española. Dejo el texto original, con la corrección de alguna errata mínima.


El verano de 1983 ha sido especialmente triste para el orientalismo español: en el mes de julio perdimos al Profesor Elías Terés Sádaba y en el de agosto al Padre Félix Pareja. Unidos los dos en las páginas de la Islamología, del segundo, emprendieron casi juntos el viaje de la eternidad.

Ha querido el destino que su obra, en principio, más importante, la Hidronimia hispano-árabe, no haya visto la luz en vida de su autor, quien ni siquiera llegó a corregir las pruebas del primer volumen. Sin embargo, la relación de sus estudios, la lista de los profesionales cuyas tesis y memorias de licenciatura dirigió, ilustran bien la historia del arabismo español en los últimos treinta años.

Era Elías Terés navarro, nacido en Funes el 26 de octubre de 1915; se formó en la Universidad Complutense, empezó, en 1940, a colaborar con la Escuela de Estudios Arabes de Madrid, y vivió en la capital la mayor parte de su vida, salvo -terminados sus estudios- dos breves períodos, los dos cursos de 1943 a 1945, en los que fue profesor adjunto de la Universidad de Zaragoza, y el año académico 1949-50, en el cual fue catedrático de lengua árabe y árabe vulgar de la Universidad de Barcelona. El fallecimiento de González Palencia lo llevó a Madrid, a la cátedra de literatura arábiga de la Universidad Complutense, a la que perteneció hasta su último día, el 10 de julio de este año de 1983. Su aversión a los cargos (que no a las responsabilidades) sólo le permitió ocupar la dirección del Instituto Miguel Asín durante un breve período, en 1976. Pese a su enorme modestia, a su sencillez extremada, vio reconocidos sus méritos con el ingreso en la Academia de la Historia, el primero de junio de 1975, así como con otros diversos honores.

En cuanto al hombre, todos coincidiremos en la dificultad de encontrar una persona de bondad y paciencia semejantes. Baste una muestra personal -reiterada, estoy seguro, en todos sus discípulos-: durante la primavera de 1968, para mi memoria de licenciatura, traducía yo la urchuza de lbn Abd Rabbihi que luego, corregida y comentada, incluí en la tesis, ésta ya dirigida por él. Pese a que, como es normal en una tesina, el director de la mía era un catedrático de la especialidad de Filología Románica, durante un par de meses, en las primeras horas de la tarde, don Elías escuchaba pacientemente mi traducción, sugería correcciones y enmiendas, y me facilitaba sus propias traducciones primerizas de los ayyam al carab, comentando con gracia algunos de sus despistes de traductor, para animarme cuando yo tropezaba una y otra vez en piedras similares, o en la misma.

Arabistas españoles en el IHAC
Devoto de sus discípulos, con mayor razón lo era de sus maestros, incluso de los remotos: comentando las glosas -sarcásticas- de don Julián Ribera, en el ejemplar de la Historia de los Mozárabes de Simonet, en la Escuela, siempre tenía la frase piadosa, el comentario oportuno, con el que quitaba hierro con suavidad. Su paciencia y calma lo convirtieron en eficaz corrector de pruebas, consejero único y lector de casi cuantos trabajos se han producido dentro de la escuela madrileña, y en zonas más alejadas. Dirigió cincuenta y tres memorias de licenciatura y treinta y una tesis doctorales: desde la tercera, de Fernando de la Granja, hasta una de las postreras, la de Carmen Barceló, es difícil encontrar a alguien, en nuestro campo y casi toda España, que no haya realizado una, o ambas, bajo esa dirección, respetuosa con el redactor; pero continuamente preocupada por evitar excesos, en opiniones y en expresiones.

Su propia obra es un ejemplo más de callada solidez: la mayor parte de ella se expone en las páginas de la revista Al-Andalus, que hubo de ver convertirse en Al-Qantara, para seguir colaborando con lealtad a todos, desde 1946 hasta 1983. Esta revista, la más importante del arabismo español, estuvo bajo su cuidado preciso, y no habría sido la misma sin él: se puede decir que sólo le faltó imprimirla y encuadernarla. Publicó en ella veintiocho artículos, que suponen la mayoría de los que escribió, y orientó de modo decisivo la investigación de la toponimia hispanoárabe. En este último aspecto, como investigador de la toponimia, deja abierto un camino -cuyo inicio apenas pudo ver logrado- que habrán de recorrer otros. Se ha repetido en él la desgracia de quedarse a la vista de la tierra prometida, después de haber sacado la investigación de nuestros topónimos del desierto donde yacían desde la obra de Asín.


Mas, antes de comentar esta aportación fundamental, podemos recorrer los terrenos científicos por los que caminó. Desde sus primeros trabajos se observa una nota que mantuvo siempre, y que coincide con un rasgo fundamental de la Filología española: supo hacer compatible la investigación literaria con la filológica o, más concretamente, la etimológica. Su primer artículo, en Al-Andalus, 1946, versó sobre las primeras antologías arabigoandaluzas, como él decía, con la terminología tradicional; pero, en esas fechas y durante muchos años, colaboraba ya con el profesor de Zurich, César E. Dubler, en el estudio de la transcripción de los nombres griegos al árabe y en la comparación de las versiones griega, árabe y castellana de la Materia Médica de Dioscórides. Las preocupaciones por la historia literaria cuajaban en el estudio sobre la literatura arábigoespañola incluido en la Historia General de las Literaturas Hispánicas, o en la versión sobre el mismo tema que completa la Islamología del Padre Pareja, llegando hasta hoy, hasta su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, sobre la “colección Gayangos” de manuscritos árabes, o el bosquejo biográfico de Ibn Zaydun, publicado como prólogo en la versión de las poesías de este autor editada por Mahmud Sobh. La preocupación por la etimología afloraría más tarde, como hemos de ver, y nos deja una obra inmensa, ante nosotros.

A lo largo de los años, en detenido trabajo, se iba concretando una lentísima labor de acopio: la pormenorizada revisión de las fuentes históricas y el cotejo de los mapas, tarea en la que se enfrascaba nada más llegar a la Escuela, cada tarde, iban conduciendo a la formación de un ingente fichero de toponimia hispano-árabe. La obra previa era la de don Miguel Asín, en la cual -como es sabido- se contienen interpretaciones definitivas, junto a otras dudosas, y algunas disparatadas. Nada más normal que, en la excitación del propio trabajo, un investigador, acalorado, juzgue desde una actitud de cierta superioridad el de sus predecesores; pues bien: en ninguna ocasión he sido testigo de ningún comentario burlesco por su parte, y jamás toleró la menor broma sobre algunos de los evidentes desaciertos previos. Sabía mejor que nadie que en etimología y en toponimia todos erramos, y quería enseñamos que la burla no es remedio; éste debe buscarse en el aprovechamiento de los datos y el rigor de la investigación. Su indulgencia era heroica, y por ello ha tenido tantos discípulos y gozado del afecto general.

A partir de 1968 empiezan a publicarse en Al-Andalus sus estudios de toponimia, resultado, como hemos dicho, de varios años de trabajo, durante los cuales su producción conocida era de historia literaria. Por mi intensa convivencia con él en esas fechas, fui testigo privilegiado de la investigación sobre al-walağa, y de las restricciones que se autoimpuso en la publicación. También aprendí la lección de consultar a todos, pues hube de responder, en alguna ocasión, a precisiones de filología hispánica y fonética histórica española, a pesar de mis pocos años y de encontrarme en plena formación.

Era Elías Terés el hombre más alejado del nefasto método que consiste en imaginar que una palabra puede ser un arabismo, ir a un diccionario árabe general a buscar una raíz parecida fonéticamente, y explicar luego, por las bravas, el “mecanismo” de derivación, forzando fonética, semántica y lógica. Buscaba, en cambio, la situación exacta del topónimo, valiéndose de itinerarios y de mapas de escala menor (el 1:50.000 era su libro de cabecera), se imponía en el conocimiento del lugar mediante todas las descripciones posibles e, incluso, si podía, metía a toda la familia en el coche un buen fin de semana, y lo veía directamente.

Al ser los ríos su preocupación prioritaria, con harta frecuencia había de reconstruir el curso antiguo, recomponer los meandros, trazar los viejos canales y los sistemas de riego ya olvidados, sorprendiendo con frecuencia a los naturales del lugar con observaciones que ellos sólo creían posibles si previamente hubiera estado allí. En algunos de esos casos (como ante una copa de montilla, o una guitarra flamenca) afloraba una ironía soterrada que sorprendía mucho la primera vez, y había en el aire una cierta guasa, una vía espiritual de expansión completamente íntima. Conjuntaba así la comunicación humana, la comprobación de los datos documentales, y la investigación de campo.


Los estudios de toponimia ocupan, desde 1972, el primer lugar de sus publicaciones, a veces en colaboración con discípulos más jóvenes. La hidronimia aparece en 1976, también en Al-Andalus, en su estudio «Sobre el nombre árabe de algunos ríos españoles». En 1982 se envía a la imprenta el primer tomo de la Hidronimia, sin que su grave estado de salud le impidiera consultar, pedir lecturas, colaboraciones, aunque, a veces, le faltaran fuerzas y ánimo para ir de una habitación a otra. El tomo segundo, ya acabado, irá también a la impresión, sin que le haya sido concedido un gozo que bien merecía, esa satisfacción indescriptible que produce tener en nuestras manos, terminada, una obra a la que hemos dedicado nuestro esfuerzo y, más en este caso, en el que se le ha dedicado una vida.

No es extraño que un hombre de estas calidades se fijara en un verso de Abu-l-Walid al-Waqqasi, en el que se dice:

«Me duele pensar que las ciencias humanas sólo sean dos, sin poder sumarles nada: una ciencia de la Verdad, cuya adquisición es imposible, y una ciencia de las cosas vanas, cuya adquisición no tiene utilidad alguna».

Creo profundamente que Elías Terés, nuestro maestro, ha alcanzado la ciencia de la Verdad, y espero que le sea permitido gozar de ella por siempre; mientras nosotros recogemos y continuamos la labor que nos dejó marcada. Por ello quisiera pedir a todos el sumarnos a la oración que Massignon enseñó a mi maestro Américo Castro:

“El Dió piadará, In sha’ Allah, si Dios quiere”.

Tuesday, April 8, 2025

Rafael Lapesa. La España de todos.

 En el año 2008 se celebró en Valencia, organizado por dos alumnos del homenajeado, María Teresa Echenique y Javier Satorre, un simposio, con exposición, sobre don Rafael. En este 8 de mayo de 2025, reencuentro mi texto y recuerdo que es cada vez más habitual que lectores y oyentes jóvenes me pidan que escriba algo sobre los maestros. El texto que sigue no ha tenido una gran difusión y me animo a reproducirlo tal cual se imprimió, quizás porque en estos días el enorme peso de la maldad y la ignorancia hace más necesario recordar la bondad y la sabiduría.

Rafael Lapesa
Pensar que hace ya cien años que nació don Rafael supone para todos sus alumnos un escalofrío. Toda la vida nos ha acompañado, con su traje “príncipe de Gales”, su chaleco con el último botón sin abrochar, como debe ser, su gesto contenido o el azulejo con la temible frase: “Dios bendiga a quien no me haga perder el tiempo”. Un tiempo generosamente repartido, sin embargo, en su despacho, en su casa o en el chalé de El Escorial. “Hombre esencial, dijeron los antiguos”, escribió para él Jorge Guillén.

Nacido en Valencia, trasladado de niño a Madrid, educado en la Universidad Central y en el Centro de Estudios Históricos, en el chalé de la calle de Almagro, guardián durante la guerra incivil de los archivos y el trabajo del Centro, responsable de la continuidad de una escuela, fue el garante del rigor en la investigación. Toda su vida asumió sus deberes con plena conciencia. Los que estábamos cerca sabemos lo que algunos de ellos le pesaron, especialmente la Real Academia Española, lugar de encuentro de muy difíciles personalidades, que le obligaban continuamente a “templar gaitas”, como repetía apesadumbrado. Fue Secretario de la Institución, Director del hoy sacrificado Diccionario Histórico y, muy a su pesar, Director. Conocía la casa perfectamente y, porque era su deber, le sacrificó mucho de su propia obra.

Además de en su lucha personal, desde su adolescencia, aprendió el sentido del trabajo de don Ramón Menéndez Pidal: en la edición de los documentos del Reino de Castilla y en la preparación del glosario del español medieval. El segundo fue publicado muchos años después, gracias a Diego Catalán Menéndez Pidal y al Seminario. Destaca otra virtud, la de la constancia, que marcó su trabajo y su obra. Aunque, gracias a su esfuerzo y al de sus discípulos, esa obra haya podido ser conocida hasta con demasiado detalle, él no logró completarla como hubiera querido. Su Sintaxis Histórica cedió tiempo a otras obras de las que se sintió depositario.

Américo Castro
En el Centro había sido alumno también de Américo Castro. Con él se inició en el mundo del comentario de textos, que tanto lo apasionó. Aprendió de don Américo a ir más allá del dato concreto, del seguro análisis neogramático y positivista. Al mismo tiempo, la segura formación en gramática histórica y también su propia inclinación, lo mantuvieron muy atento a las propuestas de Castro; pero muy consciente de su propio terreno. El cariño que Pilar sentía por don Américo (ambos fueron compañeros de clase con él) también contó mucho. La personalidad de Américo Castro era tan imponente, debió serlo hasta tal punto en una persona de genio tan diferente como era Lapesa, que marcó la vida de ambos. Que nadie piense que don Rafael se apocaba o disminuía ante don Américo. Bien claro lo deja la anécdota, que he tenido ocasión de narrar completa en otro lugar, en la que, ante una de las típicas peticiones de Castro para que Lapesa combinara sus conocimientos concretos con las abstracciones en las que Don Américo era maestro, le contestó: “áteme usted esa mosca por el rabo, don Américo.” Ninguno de los dos tenía el genio fácil. Lapesa era una tremenda pasión contenida, Castro, explícita. Ambos coincidían en uno de sus primeros objetos pasionales: España. Ambos la entendían como un trabajo o como una creación, no como un don o un regalo. Sufrían cuando veían que no se aplicaba en España el esfuerzo y el conocimiento que eran necesarios, cuando se acudía a “vivir desviviéndose”, a reinventar la historia en lugar de estudiarla. Don Rafael no era hombre de enarbolar banderas, tampoco la castriana. Don Américo no consentía la tibieza en lo concerniente a su interpretación de la realidad histórica de España. Está claro que no sintió que don Rafael fuera tibio en esa interpretación. Conservo una carta en la que, para corregir una apresurada interpretación mía, inevitablemente juvenil, ese detalle queda totalmente explícito. De ninguna manera quiero decir, sería absurdo, que Lapesa fuera un ciego sucesor de Castro, al contrario, lo que satisfacía a don Américo era la confluencia en el fondo de las ideas, desde ese doloroso amor a España. En su expresión, en las formas, las discrepancias provenían de la personalidad de cada uno.

Amado Alonso
Responsabilidad y cariño le hicieron encargarse de la obra de Amado Alonso tras la temprana muerte de éste. Quien ha visto esas carpetas sabe que, si bien la primera parte estaba muy adelantada, del resto sólo quedaban apuntes muy incompletos e iniciales. En la obra final, queda clarísimo lo que es de Amado. Aunque trató de separar modestamente la aportación propia, para ningún especialista puede quedar oculto que fue Lapesa quien cargó con la investigación de detalle y final y quien hizo posible el conocimiento de la pronunciación medieval y moderna, cuyo estudio inició A. Alonso. La constancia y el cuidado son prueba de lo que para él significaba una amistad fraternal. Vio en Amado al hermano mayor, al hombre terriblemente atractivo, en lo personal y en lo profesional, como testimonia la anécdota que me contó otro maestro, Dámaso Alonso. Ya se sabe que la coincidencia de apellidos no implicaba parentesco, en este caso. 

Los dos Alonsos habían coincidido un verano en un curso en una institución norteamericana de educación superior para alumnas. Paseando por el jardín, Dámaso no pudo evitar escuchar una conversación entre dos de ellas. Doy, como él hizo al narrármela, la versión semitraducida:


-          Tuve una excelente clase esta mañana.

-          ¿Con quién?

-          Con Alonso.

-      ¿Con cuál? ¿The handsome one or the other?

Dámaso Alonso

"Yo era the other". Así concluía don Dámaso, con irónico gesto apenado, pero brillándole los ojillos.

Por encima de la banalidad de la anécdota, lo que contaba era el cariño que trasmitía hacia el recuerdo de Amado, la sensación de que, precisamente por haber sido Amado el término de la comparación, el resultado no importaba. La clase, de todas maneras, había sido excelente.

Su obra emblemática, la Historia de la Lengua Española, su “historieta”, como la llamaba muy en confianza, simboliza su gran pasión, España. “Hacer algo por la España de todos”, escribió, mientras estaba en Madrid, bajo las bombas, enviando puntuales noticias a don Ramón. No fue fácil tomar esa decisión, sin duda. Su maestro estaba escribiendo su propio libro sobre el mismo tema. El éxito del libro de Lapesa, junto con otras obligaciones, sin duda retrasó ese libro menéndezpidalino, nunca terminado, pero felizmente publicado por Diego Catalán.

Antonio Tovar

“Depurado” tras la guerra y enviado a Asturias y Salamanca como catedrático de Instituto, la Providencia, en la que él creía firmemente, le permitió hacer mucho por la Filología en ambas regiones y ganarse un buen número de amigos. Los nombres de Manuel García Blanco y Antonio Tovar vienen inmediatamente a la memoria; pero el recuerdo de los Lapesa hacia Salamanca, en conjunto, era siempre afectuosísimo. Las oposiciones a cátedra planteaban dos problemas, interno y externo. El externo (había sido la cátedra de Américo Castro) lo obvió este último animando a Lapesa a ocupar esa plaza. El segundo, el retraso en la convocatoria y en su ejecución, estuvo a punto de causar su salida de España. De hecho, cuando ya estaba a punto de marcharse, aprobó la oposición, a la que también habían concurrido Antonio Badía (que entonces no se llamaba Antoni) y Manuel Alvar. Resueltos sus problemas académicos y administrativos, pudo honrar sus compromisos con las universidades norteamericanas. Visitó las más importantes y guardó siempre un recuerdo muy cordial de su estancia norteamericana, junto con muchísimas anécdotas. Recuerdo una que ilustra muy bien su personalidad y que refleja también sus sentimientos como español.

Comentábamos, en cierta ocasión, el sistema de imposición fiscal norteamericano, comparado con los nuevos modelos españoles de declaración de la renta. Estaríamos, por tanto, a finales de los años setenta. Con gran seriedad me dijo:

 - La única vez que he mentido en mi vida fue al hacer la declaración de la renta norteamericana.

Quedé paralizado. Por fortuna, tuvo misericordia de y me ahorró el ridículo de mi previsible comentario.

- Sí. Tuve que poner lo que ganaba en España. Era una cantidad tan miserable que la multipliqué por diez.

Hoy puede resultar incomprensible que alguien falsee una declaración del IRS para pagar más; pero en el fondo de la historia no estaba la necesidad de pagar los impuestos a los Estados Unidos, satisfecha con creces, sino la imagen de España que el funcionario norteamericano pudiera hacerse cuando viera cómo se pagaba a un profesor de Universidad en un país y en otro. Era el nombre de España el que estaba en juego y dio lugar a un comportamiento muy expresivo de esa relación amorosa con la Patria. No se le podían aplicar los versos de Joaquín María Bartrina y de Aixemús (1850-1880):

 

Oyendo hablar a un hombre, fácil es

acertar dónde vio la luz del sol;

si os alaba Inglaterra, será inglés,

si os habla mal de Prusia, es un francés,

y si habla mal de España, es español.

 

Durante todo el tiempo que trascurrió entre el fin de la guerra y la estabilización de su situación profesional seguía en contacto y mantenía informados a maestros y compañeros en el exilio y apoyaba a los que, como Dámaso Alonso, tampoco se fueron, pese a las mezquindades de la posguerra y la permanente desconfianza del régimen triunfante. Continuó en este papel tras ganar su cátedra y con cada nuevo paso académico y profesional. Lapesa participó del momento de esperanza con Joaquín Ruiz Giménez como Ministro de Educación y Pedro Laín como Rector de la Universidad Central. Formó parte de las comisiones que introdujeron en la enseñanza del bachillerato el comentario de textos y replantearon cómo mejorar la educación lingüística y literaria. Vivió también el desencanto causado por el fracaso de ese intento de apertura en 1956. Muchos años después, puede que en 1967 (en todo caso, entre 1967 y 1969), se produjo un episodio que confirma los peores absurdos. Don Rafael iba a dar una conferencia en la Sociedad de Estudios y Publicaciones sobre “Los determinantes del español”. Aquello de “determinantes” no debió de sonar bien a algún delicado intelectual de la censura, que prohibió el acto “por sospechas sobre la persona”. Fui testigo directo y no hubo nada que hacer. Por suerte los otros determinantes del español, los no pronominales, cambiaron.

Rafael Lapesa y Pilar Lago Couceiro
Este hombre esencialmente firme en sus conceptos lo fue también en sus afectos. Doña Pilar, a quien conoció cuando era la única alumna de su clase con don Américo en el Centro, suavizó su vida. La cuidó hasta el final, alterando su agenda y buscando compartir todas las actividades compatibles con el deterioro de la enfermedad. Quien no lo conociera podía tomarlo por frío. Nada más lejos. Contenido, sí; pero capaz de una profunda emoción. Las dedicatorias a Pilar, ya fallecida, sus propios poemas, lo demuestran. Sus últimos tres años, que pude compartir con él y con sus sobrinas, con la pérdida progresiva de su capacidad comunicativa, fueron terribles. A finales del primero, cuando la movilidad faltaba, pero no el lenguaje, lo acerqué una primavera temprana a la ventana de su piso en la profesorera de Moncloa. El sol hacía brillar las hojas jóvenes, la luz era intensa. “Paco, qué bella es la vida”, me dijo. Él hizo bella la mía y la de mucha gente. Hoy estamos aquí, sobre todo, para darle las gracias.

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