Friday, November 21, 2025

¿Te llamas Vanessa? Ecos literarios en nuestros nombres propios

 «¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa, con cualquier otro nombre conservaría su dulce aroma.»

William Shakespeare, Romeo y Julieta (Acto II, Escena II)

 

Probablemente ésta es la cita más relevante que aborda directamente la naturaleza y el significado del nombre propio en un contexto literario. Por ello, también es la más repetida. La onomástica, el estudio de los nombres propios, nos revela un fascinante diálogo entre la creación artística y la vida cotidiana. Aunque Shakespeare nos invita a cuestionar el valor intrínseco del nombre, en la práctica, la literatura le confiere una trascendencia cultural innegable.

En el otro lado del espectro tenemos el extremo en nombres como el de Carlos Marx Stalin Lenin do Menino Jesús, que se cita habitualmente en el contexto de la onomástica brasileña como un ejemplo de nombre excéntrico o políticamente cargado.

Más allá de la tradición bíblica o dinástica, numerosos nombres que hoy consideramos habituales en el mundo hispano deben su existencia o, al menos, su popularización a la fuerza ineludible de la literatura de otros países. Autores no hispanos han ejercido una influencia decisiva, ya sea mediante la invención de un nombre, su rescate del olvido o su difusión masiva a través de obras cumbre que han trascendido fronteras y épocas.

Van a considerarse los nombres posteriores al siglo XV, aunque algunos, como Arturo, Ginebra, Iria, Óscar, Tristán, nombres celtas revitalizados por la literatura medieval europea, hayan sufrido una nueva revitalización posterior. Empezaremos por el Renacimiento y el Barroco (siglos XVI–XVII). El influjo más palpable de este periodo proviene del dramaturgo inglés William Shakespeare, cuya creatividad lingüística no se limitó a acuñar expresiones y palabras, sino que también fijó, popularizó e incluso creó nombres de pila que se han consolidado en el español. Sus obras no solo dieron vida a personajes inmortales, sino que también los dotaron de nombres que se han independizado de su contexto original.

Un claro ejemplo de popularización es Silvia, de origen latino, cuyo uso se vio catapultado gracias a The Two Gentlemen of Verona (1593). De manera similar, aunque ya existía, el nombre Julieta (adaptación de Juliet) se convirtió en un arquetipo romántico y en un nombre común en español tras Romeo and Juliet (1597).

Otros nombres fueron fijados o establecidos directamente por Shakespeare en el panorama occidental. Jessica, atestiguada por primera vez en The Merchant of Venice (1596), es un ejemplo de creación y fijación que el español adoptó como Jéssica. La tragedia Hamlet (1600) asentó Ofelia, mientras que Olivia de Twelfth Night (‘Noche de Reyes’, 1602) encontró su consolidación en el español, sobre todo en el siglo XX.

El dramaturgo también nos legó nombres de gran resonancia: Desdémona (Othello, 1603), difundida en español con su acento ortográfico; Cordelia (King Lear, 1606), que goza de un uso estable; y Miranda (The Tempest, 1611), cuyo origen latino fue revitalizado y transformado en un nombre de pila de gran uso hoy en día. Finalmente, la musa del poeta John Milton, en su mascarada Comus (1634), rescató y fijó el nombre de origen galés de Sabrina, que se haría muy popular en español a partir de finales del siglo XX.

Con el auge de la novela moderna, el siglo XVIII trajo consigo una nueva ola de nombres que pasaron de las páginas de la ficción a las partidas de nacimiento. La narrativa se convirtió en un poderoso motor de difusión onomástica. En este periodo encontramos el fenómeno de la creación pura, como es el caso de Vanessa. El nombre Vanessa es un caso excepcional en la onomástica, ya que es una creación literaria documentada y plenamente identificada, inventada por el escritor irlandés Jonathan Swift a principios del siglo XVIII, en el poema narrativo "Cadenus and Vanessa" (1713), aunque se publicó póstumamente en 1726. En el poema, Swift se da a sí mismo el nombre de Cadenus, un anagrama de Decanus (Decano, el puesto que ocupaba en la Catedral de San Patricio). Por lo tanto, el título "Cadenus and Vanessa" narra la historia de amor no correspondido o imposible entre el decano Swift y Esther Vanhomrigh e inmortaliza tanto su relación como el nombre que él le creó exclusivamente. Esther Vanhomrigh (1688–1723) fue una de las estudiantes y amigas íntimas de Swift, con quien mantuvo una relación compleja y platónica. Ella es la protagonista del poema. Swift combinó ingeniosamente las primeras sílabas del apellido de Esther, Vanhomrigh, con las primeras sílabas de su nombre de pila, Essther (o la forma arcaica Ezza), y así obtuvo el acrónimo Van-essa. Tras la publicación del poema, el nombre Vanessa comenzó a ganar popularidad, primero en el ámbito anglosajón y luego internacionalmente, hasta convertirse en un nombre común y habitual en español desde el siglo XX. Es un ejemplo paradigmático de cómo la fijación literaria puede introducir un nombre completamente nuevo en el corpus onomástico global.

Algunos nombres lograron popularización o generalización como nombres de pila tras su aparición en obras canónicas. Belinda, gracias al poema épico-burlesco de Alexander Pope, The Rape of the Lock (‘El rapto del rizo’, 1712), se difundió y hoy es particularmente común en la América hispana. La sensibilidad del novelista Samuel Richardson también dejó su marca. Su obra Pamela (1740) popularizó el nombre homónimo en español, mientras que Clarissa (1748) se asentó de manera estable gracias al éxito de la novela de ese nombre. Incluso antropónimos ya existentes, como Amelia (Amelia, 1751) y Evelina (Evelina, 1778), recibieron un impulso definitivo por parte de Henry Fielding y Frances Burney, respectivamente, asegurando su presencia en el acervo onomástico hispano.

El siglo XIX, marcado por el Romanticismo y la larga era victoriana en el mundo anglosajón, trasladó el foco de la onomástica literaria a personajes de profunda intensidad emocional.

Una figura clave en la difusión de nombres fue la novelista inglesa Jane Austen. Aunque muchos de sus nombres eran de uso corriente, el éxito de su obra les dio un nuevo lustre y los consolidó, como Elizabeth y Guillermo (por William Fitzwilliam Darcy) en Orgullo y Prejuicio (1813), reforzando su popularidad en el mundo hispano gracias a su asociación con arquetipos de carácter fuerte.

El Romanticismo más oscuro y pasional nos trajo nombres que evocan paisajes brumosos y amores trágicos. Las hermanas Brontë popularizaron nombres que hoy son clásicos de la literatura, como Catalina (por Catherine Earnshaw) en Cumbres Borrascosas (Emily Brontë, 1847) y Jane (Jane Eyre, Charlotte Brontë, 1847), que se afianzó en la conciencia pública con una nueva carga de dignidad y resistencia.

Charles Dickens también contribuyó al repertorio, con nombres como David (David Copperfield, 1850), que se fijaron en el imaginario colectivo por su asociación con el personaje de la novela. De otro corte, la novela gótica y de ciencia ficción temprana nos dejó un nombre icónico: Víctor (por Víctor Frankenstein, de Mary Shelley, 1818), que se cargó de connotaciones de genio y de ambición desmedida.

La literatura francesa, a través de autores como Víctor Hugo, consolidó nombres como Cosette (Los Miserables, 1862), perfectamente reconocible y admirado por su origen literario, aunque de uso menos masivo en Hispanoamérica. Caso particular es el de Esmeralda, en Notre-Dame de Paris (1831) de Victor Hugo. El nombre existía, pero la novela lo catapultó. Es el nombre de la joven gitana protagonista. La palabra es de origen español (la piedra preciosa), pero su fama como nombre propio está firmemente ligada a la novela francesa. Edmundo, tomado de Le Comte de Monte-Cristo (1844) de Alejandro Dumas, es una adaptación del nombre francés Edmond (de origen germánico). El protagonista, Edmundo Dantés, y su viaje de venganza y redención popularizaron el nombre como sinónimo de nobleza y astucia. René es frecuente en la literatura francesa del s. XIX. De origen latino (Renatus, "renacido"). Aunque es un nombre tradicional francés, su popularidad en Hispanoamérica creció debido a su uso en la literatura romántica y filosófica francesa (por ejemplo, como referencia a René Descartes). Se usa tanto en masculino como en femenino (Renée). Marcelo / Marcela, de Marcel Proust (s. XX). La figura del autor de À la recherche du temps perdu y la resonancia de nombres franceses clásicos como Marcel y Marcelle contribuyeron a mantener y revitalizar su uso en español, donde ya existía como adaptación de Marcellus.

El siglo XX marcó la entrada de la literatura en la era de la masificación mediática, lo que hizo que la influencia onomástica no solo viniera de las grandes novelas, sino también de géneros como la ciencia ficción y la fantasía. La tendencia es hacia la creación y el rescate de nombres inusuales.

Dorian (El Retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde, 1890), nombre de origen griego fijado por la obra, fue adoptado esporádicamente en español. Un caso de creación que alcanzó su apogeo de popularidad en este siglo es Wendy. El autor escocés J.M. Barrie acuñó o popularizó ampliamente el nombre para la heroína de Peter Pan (1904), y desde entonces se ha convertido en un nombre común en el mundo hispano.

La literatura de fantasía moderna, aunque a menudo vista como un nicho, ha tenido un efecto onomástico profundo y persistente: Arwen (J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos, 1954) es un nombre de origen élfico, completamente inventado, que ha trascendido la fantasía para ser adoptado en el mundo real por su sonoridad. Leia (George Lucas, Star Wars, 1977): Aunque del cine, la influencia de estas narrativas en la onomástica moderna es innegable. Este nombre, de origen literario-cinematográfico, ha alcanzado una popularidad creciente y estable en el mundo hispano.

En el ámbito de la novela seria, nombres como Ulises (James Joyce, Ulises, 1922) o Lolita (Vladimir Nabokov, Lolita, 1955) se volvieron inmortales, aunque con connotaciones tan fuertes que su uso como nombre de pila suele ser esporádico. Finalmente, la literatura infantil y juvenil sigue siendo un gran motor, como lo demuestran nombres como Matilda (Roald Dahl, Matilda, 1988), un clásico que ha reforzado la popularidad de este nombre de origen germánico.

A lo largo de los siglos, hemos podido trazar la compleja ruta por la cual la creatividad literaria de autores no hispanos se inscribe de manera indeleble en la cultura del nombre propio en el ámbito hispano. La literatura, en este sentido, funciona como un poderoso agente de cambio onomástico, capaz de crear neologismos nominales (como Jessica o Vanessa), rescatar nombres arcaicos o poco comunes (como Sabrina o Wendy), y, sobre todo, popularizar y fijar nombres hasta convertirlos en elecciones comunes, tal como ocurrió con Silvia, Julieta o Pamela.

Desde la majestad dramática de Shakespeare hasta la fantasía épica moderna, el nombre de pila se convierte en un eco constante, una prueba de que las fronteras lingüísticas y culturales se disuelven ante la fuerza de una gran historia. La elección de un nombre como Ofelia, Clarissa o Miranda no es solo una decisión estética o fonética; es un homenaje inconsciente a la fuente que lo revitalizó y una afirmación de la perdurabilidad del canon literario.

En última instancia, el registro civil se convierte en un catálogo en el que resuenan los grandes escenarios de la literatura universal. Los nombres literarios no hispanos son, en el mundo hispano, una demostración elocuente de cómo la invención artística puede modelar el lenguaje de la identidad personal, trascendiendo el libro para convertirse en parte de la vida misma.

Tuesday, October 28, 2025

¿Quiénes somos “nosotros”? Identidades y estereotipos

La llamada “hipótesis Sapir-Whorf”, ya presentada en este cuaderno, suscita varias reflexiones. Una de ellas es la de cómo cada miembro de una comunidad cultural, lingüística o histórica se ve a sí mismo y se identifica, si queremos decirlo así. Vuelvo, en este nuevo contexto, a algo que me interesó hace años. Las reacciones ante la interpretación del himno norteamericano "The Star-Spangled Banner" el 11 de junio de 2013, por un niño texano de 11 años, Sebastián de la Cruz, vestido de charro mexicano, durante un partido de las finales de la Asociación Nacional de Baloncesto (NBA) en San Antonio, Texas, entre San Antonio Spurs y Miami Heat. En el verano de 2012 Sebastián había llegado a las semifinales del concurso America's Got Talent. La elección del cantor estaba, por tanto, justificada. La combinación de origen, canción e indumentaria tenía un valor de signo; pertenecía a la semiosis. Una definición superficial y relativamente cómoda de la semiosis podría ser la de una actividad dinámica mediante la cual algo adquiere sentido al ser interpretado como signo, en un proceso que puede ser biológico, mental, social o cultural. La actividad desarrollada durante el proceso de canto del himno fue interpretada. En este caso, la interpretación produjo resultados enfrentados: amplias reacciones positivas, integradoras, por una parte, incluida la del alcalde de San Antonio, y, por otra, un aluvión de comentarios racistas dirigidos al joven cantante mexicano-estadounidense en Twitter. En términos lingüísticos, la cuestión implicada era: ¿nosotros nos sentimos representados por ese cantor y ese traje? La pregunta que podemos hacernos en estas páginas es: ¿qué queremos decir cuando decimos “nosotros”?

Quisiera adelantar que no me gustan las expresiones el otro y los otros y, como filólogo, habré de dar, al menos, una brevísima introducción lingüística: el latín no añadía ese matiz a sus pronombres personales, ego, tu, nos, uos. Tampoco tenía un solo pronombre de tercera persona, sino que elegía entre varias posibilidades según los matices implicados. Es más, para expresar lo que no era uno, podía elegir entre otro de dos o de varios. Podía incluso marcarlo con hasta dos formas posibles de especificar la identidad: id o ipse. De ellas proceden la palabra identidad y el demostrativo ése. Los romanos tenían una clara conciencia lingüística de que eran uno entre muchos y que todos los demás eran tan distintos entre sí como ellos; por eso construyeron y unificaron un imperio de cuya cultura seguimos siendo hijos, tanto los árabes como los llamados latinos u occidentales. Porque negar la presencia del imperio romano de Oriente (Bizancio) e incluso del de Occidente (Roma) en la base de la cultura árabe es negar la evidencia histórica. En la cultura cristiana no hay otro, sino prójimo, que es una forma evolucionada de la palabra próximo, en latín proximus, que se podría traducir muy bien por algo así como “para o por el que somos”.  A veces la historia de las palabras nos ayuda mucho a entender nuestras propias desviaciones. Por eso conviene también recordar que, en cambio, lingüísticamente, los hombres han sido generalmente mucho menos tolerantes con las lenguas ajenas: el que no habla como yo, balbucea, bar-bar, es un bárbaro (un “extranjero”) o un bereber, que es lo mismo.

La noción de que una lengua es una representación del universo es una idea aceptable que conviene desarrollar. La palabra refleja la percepción de un ser clasificado, categorizado por los hablantes. Mediante la palabra los hablantes no expresan el objeto como ser en sí, sino como “ser percibido”, como percepción. Cada objeto se percibe como un elemento de una clase o categoría. Dicho de otra manera, las palabras no crean el objeto como tal, pero lo reconocen como percibido, lo sitúan en una categoría y, como miembro de esa categoría, adquiere un lugar dentro de la estructura lingüística. Es posible reformular así un concepto fundamental en lingüística, el de valor. Los signos lingüísticos se definen por su relación con los demás que componen el sistema de cada lengua. El latín distinguía nos, uos, alter, uter, como signos distintos, el castellano amalgama en nosotros, vosotros.  El valor de nos, en latín, se definía por oposición a las otras tres formas (entre otras muchas). El valor de nosotros, en español, se define por oposición a vosotros;otros” ya está integrado en ambos. Otras lenguas, como el árabe o el inglés, emplean recursos distintos. El principio de la mismidad, que diría Ortega, está vinculado en árabe a la palabra nafs, que también significa “alma”.

La creencia de que existe un verdadero “carácter nacional” aplicable a grupos concretos de seres humanos de todos los tiempos resulta (como parece que dijo Mark Twain a propósito de la noticia de su muerte) muy exagerada. La desproporción subsiste si sólo se considera el conjunto de los representantes de un grupo que destacan, sean reales o personajes de obras de creación literaria. Una interpretación más comedida es la que entiende esa constante como un elemento interpretativo más, junto a otros. Sólo se adscribe al mundo contemporáneo cuando nos referimos a esa época. El factor común a las distintas versiones de esa teoría es que el carácter nacional (o mentalidad colectiva) se manifiesta a través de la expresión literaria. Por cierto, un factor que condiciona la atribución del rasgo de “fuertes” a ciertas lenguas es que hayan sabido crear una literatura con arquetipos de validez universal o, al menos, intemporal.

No hay nada genético en esa relativa constancia de los rasgos de la mentalidad colectiva. La sociedad que llamamos “nación” es, más que nada, un hecho estadístico. Simplemente resulta de la mayor probabilidad que tienen los individuos que la componen de relacionarse con todos los demás, por encima de la probabilidad de relacionarse con extranjeros. Como lo que importa es la relación, es fácil comprender que la mentalidad colectiva tenga mucho que ver con la existencia de una lengua común. En el mundo occidental esa lengua tiende a ser el inglés. La fuerza del mundo hispánico se apoya en el español. El argumento lingüístico, como queda patente, no puede invertirse hasta el punto de concluir que toda lengua genera una nación. Es hasta demasiada la evidencia de que muchas naciones admiten varias lenguas en su territorio y los Estados Unidos pueden y deben ser un ejemplo mundial. Existen principios, visiones culturales y se simplifican, sobre todo, en estereotipos. Esos estereotipos dependen de las limitaciones culturales y personales de sus creadores, así como de la fuerza de la maquinaria cultural que los difunde.

Se llega a la realidad del estereotipo desde dos puntos de vista distintos: la pretensión de concretar una cultura en un arquetipo que la represente, y la incapacidad de la máquina cultural para dar una imagen exacta de esa cultura y de su arquetipo. El estereotipo no es tan sólido (eso es lo que significa stereós en griego: ‘sólido, duro, robusto’) como muchos suponen, al basar su creencia en cómo es el mundo para ellos. Más bien habrá que tener en cuenta lo que afirmaba Ortega (Ideas y creencias) sobre las creencias, o sea, todo aquello que se acepta sin cuestionárselo: “No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo”. Ese fondo que, por tanto, no es de ideas, sino de creencias, es lo que provocó la interpretación del himno nacional de los Estados Unidos por un mexicanoamericano vestido de charro. Lo sacó de un estereotipo y lo colocó en otro.

La dimensión continua o creciente de los movimientos de población hace que los Estados Unidos se vean sometidos a una cultura que lo es desde dentro, pero también se renueva desde fuera. Quienes se consideran a sí mismos el núcleo auténtico del pueblo norteamericano no son sino inmigrantes, tras varias generaciones. Los auténticos “nativos” de la sociedad norteamericana constituyen sólo una minúscula minoría, mucho más preterida que la de los mexicanos y, luego, de la de los demás hispanos.  Parte de esos hispanos procede de familias establecidas en los Estados Unidos desde el siglo XVIII e incluso antes. Muchas de esas familias, como los descendientes de canarios en San Antonio, se han fundido con familias de otros orígenes (anglos o alemanes), sin que hoy se las pueda diferenciar. A veces, sin embargo, reclaman su herencia española. Fue una tragedia cultural que la primera generación de braceros mexicanos, que después se llamó chicanos, perdiera su identidad al integrarse por la fuerza en el melting pot norteamericano. Pero para algunos es un drama que la nueva generación de latinos pretenda simultanear ambas identidades: la de origen y la de asentamiento. Las identidades modernas son el resultado de procesos de integración y asimilación (la conjunción copulativa es importante) producidos a lo largo de los últimos diez o menos siglos. Debe quedar claro que las integraciones deben ser recíprocas. Baste sólo una anécdota tejana. Las fiestas de la ciudad de San Antonio se celebran cada año para conmemorar la batalla de San Jacinto, en la que los anglos derrotaron a los mexicanos y propiciaron la independencia de Tejas. Pues bien, la celebración, verdaderamente multitudinaria, se denomina Fiesta, en español. Sus símbolos más característicos son mexicanos, así como la comida mexicana es la más típica de Tejas.

 Puede uno interrogarse sobre qué somos, para nosotros mismos, los habitantes de los Estados Unidos. ¿La herencia española me hace sentirme un tejano de quinientos años? ¿El traje de charro me resulta tan español como mexicano? ¿La reacción de ciertos grupos provoca en mí una oposición entre lo anglo y lo hispano? No son sólo preguntas personales. Con variantes (nacidos, residentes, monolingües, bilingües, etc.), todos los tejanos podemos hacérnoslas; incluso todos los americanos. Como diría Bertold Brecht, zu viele Frage, “demasiadas preguntas”.

Monday, September 29, 2025

Lengua e interpretación del mundo: la llamada “hipótesis Sapir-Whorf”

Benjamin Lee Whorf
Edward Sapir
 Una primera aseveración puede resultar desconcertante: los lingüistas y
antropólogos casi estrictamente coetáneos Edward Sapir (1884–1939) y Benjamin Lee Whorf (1897-1941) nunca formularon directa y conjuntamente la hipótesis que recibe ese nombre. 

Se aceptan dos versiones de la hipótesis. La llamada fuerte vendría a afirmar que toda la actividad humana, tanto de pensamiento como de acción, estaría condicionada por limitaciones impuestas por el lenguaje. La débil, que en la actualidad se prefiere denominar relatividad lingüística, se limita a señalar cómo el lenguaje condiciona en ocasiones el pensamiento y la conducta humanos. Tanto Sapir como Whorf expresaron ideas que coinciden con esos planteamientos; pero nunca lo hicieron de una manera formal ni, mucho menos, conjunta. Parece más acertado suponer que son ideas de época o de generación y no tesis o propuestas formales. 

La idea de que la estructura lingüística afecta la percepción del mundo o cosmovisión de los hablantes debe situarse en el contexto de la percepción de las relaciones de lengua y cultura por las diferentes escuelas en distintos países. Mientras que en Inglaterra se consideraba la unidad de lengua y cultura como el producto de un acontecimiento o acción social, Francia y los Estados Unidos preferían explicarla como producto cultural o herencia social. Inglaterra enfocaba el asunto fundamentalmente como actividad, mientras que Francia y los Estados Unidos lo hacían como resultado. 

En lo que concierne a Alemania, Guillermo de Humboldt había considerado el lenguaje como «emanación específica del espíritu de una nación concreta» y afirmado que el lenguaje de una nación está vinculado a una manera específica de ver el mundo de los hablantes de una lengua. Por ello es precursor del punto de vista romántico, que relaciona lengua y nación. Lenguaje y visión del mundo serían intercausantes. La concepción del mundo de los hablantes se vincularía a la configuración de su pensamiento gracias a una forma lingüística interior que es categorizadora. De ideas de este tipo derivan otras, como la de una conexión supuestamente inevitable y natural que existiría entre la lengua y la literatura de una nación. A esta visión romántica se puede oponer la de Sapir, en Language, para quien "Tal vez tengamos que admitir, a pesar nuestro, que, dejando a un lado el reflejo del medio ambiente en el patrimonio lingüístico de un lenguaje, éste no contenga nada que se pueda considerar directamente relacionado con el medio. Si esto es verdad, y hay motivos suficientes para suponer que ocurre así, debemos concluir que las variaciones culturales no se   producen de modo paralelo a las variaciones lingüísticas y, en consecuencia, que no están situadas en una estrecha relación causal".

Kenneth Lee Pike

El lenguaje es uno de los sistemas culturales con posible influencia en la conducta; por ello no es de extrañar que sea en América, influida durante largo tiempo por la filosofía conductista, donde se presenta una doble consideración. Una es la de autores como Hoijer y Pike, quienes sostienen que el lenguaje, como parte del todo constituido por los hechos culturales, organizados en los restantes sistemas culturales, no es algo distinto de estos últimos. La otra es la de quienes diferencian estructuralmente lenguaje y conducta como muestra de una separación drástica inicial entre unidades verbales y no verbales (como proponía en Inglaterra Robins).

Para Edward Sapir, de época posterior a Humboldt, situado en un entorno cultural distinto y con preocupaciones concretas diferentes, las soluciones llegarán por caminos menos etéreos. Para él, el lenguaje refleja el ambiente según dos tipos de factores: medio físico y medio social. El medio físico se refleja en el lenguaje indirectamente, pues el medio social le es imprescindible. Podría establecerse como factor común de esta escuela y las anteriores el hecho de que en la aprehensión del mundo exterior intervienen factores subjetivos que transforman la captación objetiva de la realidad y que se pueden considerar socialmente, en lo que von Humboldt llamaba nación y Durkheim y Mauss pensamiento colectivo, que no son conceptos intercambiables ni mucho menos. Autores diversos (Humboldt, Durkheim, Mauss y Sapir) coinciden en que entre el medio físico y el lenguaje están los factores sociales que influyen en el reflejo del primero sobre el segundo. Además, es necesario tener en cuenta que el medio social es bifacial: hay una influencia social directamente ligada al medio físico, y una influencia social más independiente de éste.  Como Sapir expone claramente que el ambiente físico y social de los hablantes de una lengua se expresa en el léxico (en el “patrimonio de palabras", textualmente), en éste resultan incluidos los dos tipos de factores sociales: el relacionado con el medio físico, de mayor concreción, y el menos relacionado con el medio físico, de mayor abstracción.

En resumen, puede concordarse en que el lenguaje no es un calco de la realidad, sino la expresión de lo que de la misma aprehende el cerebro, aprehensión en la que no sólo interviene el subjetivismo del hablante, sino también la acción colectiva de la sociedad, en la que está incluido lo lingüístico. Esta circularidad pone de relieve el doble carácter del lenguaje: como producto (en Humboldt ergon) y como actividad (energeia) que influye, junto a los restantes factores sociales, en su nueva aparición sincrónica como producto. En este hacerse y deshacerse del lenguaje se entretejen factores temporales o diacrónicos y de ubicación o diatópicos que transforman, disgregan y unifican las lenguas en el tiempo y en el espacio.

El individuo, por tanto, no percibe la realidad como si fuera una máquina, sino que tiene dos motivos de transformación, uno endógeno, su subjetivismo, otro exógeno, el ambiente, la propia sociedad. Cada sociedad tiene su propio sistema de aprehensión del mundo exterior, fijado en sus categorías. Lo que puede ser todavía aceptable (y también rechazable, valga el oxímoron) dentro de la hipótesis Sapir-Whorf, especialmente en la formulación más extrema de este último, sería la influencia de esta categorización del mundo real (expresada lingüísticamente en las categorías lingüísticas) en la categorización mental. Pero todo individuo podría cambiar de código (y por ello de categorización) sin que ello signifique, como pretendía Humboldt, que su concepción del mundo cambie. 

Monday, August 11, 2025

El ala aleve del leve abanico

 ¿Desde cuándo hay abanicos? ¿Cómo evolucionaron y se llevaron por el mundo? ¿Tienen otros usos además de refrescar? ¿El ala aleve, traidora, es sólo una metáfora? Agosto, en el hemisferio norte, es un tiempo para descansar y defenderse del calor. Para ello sirve el abanico y por ello pausaremos los recuerdos de los maestros.

Unos tres mil años antes de Cristo había abanicos en Egipto. Eran grandes, rígidos, costosos símbolos de poder. Sus mangos estaban decorados con oro y marfil, y su hoja o país era de plumas, de avestruz, como en la imagen del abanico en la tumba de Tutankamón y en otras, además de en muchas representaciones. Aparecen generalmente manejados por sirvientes y, frecuentemente, tienen más aspecto de un servicio ceremonial que de protección contra el calor o los insectos. En China y Corea se documentan, desde el siglo III a. C. hasta el I d. C., abanicos rígidos, redondos o cuadrados, con armazón de bambú y seda, usados tanto por hombres como por mujeres en rituales y en la vida cotidiana. En Grecia y Roma se usaba en ceremonias religiosas un tipo rígido, muscarium o flabellum. En el mundo árabe e islámico, el abanico tradicional es rígido, de plumas o de piel suave.

 El abanico plegable parece tener su origen en Japón (扇子, sensu), quizás ya en el siglo V d.C., inspirado en las alas del murciélago, según se dice. Desde allí pasó a China en la época Tang (618-907 d.C.). Dice la leyenda que este tipo de abanico (折扇, zheshan) llegó a China desde el Japón alrededor del año 988 d.C., como un regalo diplomático del emperador japonés al emperador Song; pero la tradición china lo presenta como anterior. A Corea llegó en el período que da nombre al país, Goryeo (고려, 918–1392). Su introducción en Europa se produjo a través de las relaciones marítimas con España y Portugal, en las que desempeñó un papel destacado el Galeón de Manila, que conectaba Filipinas con Acapulco (México), donde se transfería la mercancía con destino a España.

Se difundió rápidamente por España, Italia y Francia con varillas de marfil, carey o nácar, y el país pintado a mano, es decir, como objeto de lujo. Desde allí se fue introduciendo en el resto de Europa. Los instrumentos eléctricos refrescantes han reducido su uso, pero mantiene su vigencia en España, en el uso diario, no sólo en el folclore, en el Japón, China y Corea, en las ceremonias y el teatro tradicional, y como valor cultural en el Asia no islámica.

El valor cultural del abanico se extiende a campos que no son tan fáciles de suponer. El más sencillo es quizás el que aparece en el verso de Rubén Darío del que se ha tomado el título para estas páginas. Recibe los nombres de lenguaje de Cupido o lenguaje del abanico y parece ser una posibilidad inherente al instrumento, porque se usó en China, en el Japón y luego en Europa. En China, el abanico amoroso aparece en poemas, pinturas y en el arte de la seducción de la corte. En el Japón, se integra también en el kabuki, el y la danza nihon buyō, donde cada gesto tiene un significado estético y emocional. En ambos países, regalar un abanico podía ser un gesto de compromiso amoroso, pero en el Japón había que evitar regalarlo en funerales, ya que podía simbolizar separación.

 Lenguaje amoroso con el abanico en China (折扇 zheshan / 团扇 tuanshan)

Gesto con el abanico

Significado

Sostenerlo delante del rostro, mostrando solo los ojos

Timidez, coquetería o interés oculto

Abanicar suavemente hacia la persona

Afecto, invitación a acercarse

Golpear el suelo o la mano con el abanico

Molestia o rechazo

Cerrar el abanico lentamente mientras se mira al otro

Reciprocidad de sentimientos

Ofrecer el abanico abierto como regalo

Declaración de amor

Colocar el abanico sobre los labios

Deseo de guardar un secreto (a menudo amoroso)


Lenguaje amoroso con el abanico en Japón ( sensu / 団扇 uchiwa)

Gesto con el abanico

Significado

Colocar el abanico cerrado sobre el corazón

Amor o admiración

Abrirlo lentamente mientras se mira al otro

Creciente interés o atracción

Tapar parcialmente el rostro con el abanico

Encanto, misterio, coquetería

Mostrar el reverso del abanico

Desacuerdo o rechazo cortés

Dejar caer el abanico suavemente

"Estoy disponible para el encuentro"

Usar el abanico para cubrir un susurro

Confidencia íntima



En la alta sociedad europea, cuando el abanico plegable se convirtió en parte de la moda femenina, se desarrolló un lenguaje propio del abanico, también conocido como campiología, desde el siglo XVIII: gestos codificados para transmitir mensajes románticos o secretos sin hablar. El abanico pasó así a ser más que un objeto funcional; se convirtió en parte del ritual amoroso y coqueto del cortejo, también representado en pinturas de artistas como Goya o Sorolla. Tuvo una parte de invención literaria y no llegó a convertirse en un código universal, pero alcanzó cierta extensión. Mis tías abuelas, las hermanas mayores de mi abuela paterna, Julia de Lanuza, lo usaron habitualmente a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Mi abuela era más joven y ya no lo utilizaba; pero a veces hacía referencia a ello. Este uso como lenguaje contribuyó al mito y la seducción del objeto. El lenguaje del abanico es un conjunto de señales gestuales que tenían un significado específico según la posición, el movimiento o la forma de sostener el abanico. Aunque no existió un código estandarizado, estos son algunos de los gestos más citados:

  • Abanicarse rápidamente: “Estoy comprometida” o “te amo apasionadamente”
  • Abanicarse lentamente: “Estoy casada” o “me eres indiferente
  • Cerrar el abanico despacio: respuesta afirmativa (“Sí”)
  • Cerrar el abanico rápido o airadamente: respuesta negativa (“No”)
  • Apoyarlo contra la mejilla derecha: “Sí”
  • Apoyarlo contra la mejilla izquierda: “No”
  • Colocar el abanico cerca del corazón: “Te amo”
  • Esconder los ojos tras el abanico abierto: “Te quiero” o “sígueme cuando me vaya”
  • Cubrirse la oreja izquierda con el abanico abierto: “Guárdame un secreto”
  • Dejar caer el abanico al suelo: “Soy tuya” o “te pertenezco”
  • Apoyar el abanico medio abierto sobre los labios: “Bésame”
  • Golpear un objeto con el abanico cerrado: impaciencia o “escríbeme” según el contexto
  • Sujetar el abanico con ambas manos abiertas: “Olvídame”
  • Mostrar un número de varillas abiertas: indicar “la hora de la cita”

El abanico también se desarrolló como arma, por extraño que pueda parecer. En el Japón, los samuráis no solo usaban espadas y arcos, sino también abanicos de guerra llamados tessen (鉄扇, ‘abanico de hierro’), que eran tanto armas como símbolos de estatus y herramientas tácticas. También se encuentran en relatos algunos tessen que facilitaban la natación.  Permitía al samurái entrar en lugares donde las armas estaban prohibidas (palacios, recepciones) y seguir armado. Lo usaban también las damas de clase alta.

Hay dos clases de abanicos de guerra japoneses plegables y un tipo rígido. El tessen (鉄扇) es un abanico plegable con varillas de hierro o reforzadas con metal. Se usa para defensa y ataque y puede parecer un abanico normal. El gunsen (軍扇) es de madera y papel reforzado o metal ligero. Usados para refrescarse, llevados en el cinturón o pectoral, combinan utilidad y resistencia. Este tipo era el empleado para transmitir las órdenes de los oficiales en el campo de batalla. El tercer tipo, no plegable, era el abanico grande y rígido, gunbai (軍配), con mango, usado por los generales para protegerse del sol o para indicar movimientos a las tropas. El famoso samurái Minamoto no Yoshitsune (siglo XII) se representa en las crónicas con un gunbai para dar señales. Durante el periodo Edo (1603-1868), el tessen se popularizó como arma discreta para duelos o defensa personal, especialmente en entornos urbanos donde portar espada podía estar restringido.

El arte marcial del abanico de guerra es el Tessenjutsu, la escuela marcial dedicada al uso del tessen. Sus practicantes podían defenderse de ataques con espada, lanzar golpes que resultaban letales y dominar técnicas de bloqueo precisas. El arte se desarrolló entre las élites samurái con un alto grado de refinamiento. Las crónicas y leyendas relatan grandes hechos en los que el tessen tuvo un papel esencial. Minamoto no Yoshitsune derrotó al guerrero Benkei usando un abanico de hierro. En otro célebre episodio de la historia japonesa, Araki Murashige se salvó al detener puertas corredizas con su tessen cuando fue víctima de una emboscada de Oda Nobunaga. Tal vez el más célebre sea el acontenido en Kawanakajima (川中島, “isla entre ríos”). Era una zona estratégica en la actual prefectura de Nagano, situada entre los ríos Chikuma y Saigawa. Controlar esta región significaba dominar rutas comerciales y militares claves en el centro de Japón. Entre 1553 y 1564 se dieron cinco batallas. En la cuarta (1561) se enfrentaron directamente los jefes de los dos clanes. Takeda Shingen logró desviar el ataque de Uesugi Kenshin con un abanico de guerra.

En recreaciones modernas y arte histórico, el tessen aparece como un símbolo de ingenio: parece inofensivo, pero encierra una estructura reforzada capaz de neutralizar ataques o dar órdenes en el campo de batalla.

No era tan leve el abanico. Instrumento de la vida cotidiana elevado a otra dimensión por el amor y la guerra, muestra el riesgo inherente a lo que parece inocuo. Alcanza también una dimensión estética, en las representaciones de sus propias hojas y en su presencia en la obra de grandes pintores de Asia y Europa. Me animo por ello a despedirlo con un poema que quiere mantener un aire modernista:  

 

Bajo el abanico de nácar y sombra
Se esconde un suspiro, se escapa un temblor.
La mano que juega con brisa y con formas
Deshoja secretos al ritmo del sol.

Sus dedos lo agitan, lo cierran, lo abren,
Como quien conjura un hechizo sutil.
Y el aire que nace de su danza suave
Parece un perfume de amor infantil.

Mas no sabe el mundo que en esa caricia
Late un acero oculto, frío y mortal;
Que el gesto ligero, la curva ficticia,
Son parte de un arte secreto y letal.

¿Es dama que baila, o guerrera en vigilia?
¿Es risa burlona o dulce piedad?
En manos de reinas, de musas, de hijas,
El abanico es gracia… y es autoridad.

Escribe en el viento su verso rendido,
Como quien se rinde sin ver el puñal;
Porque bajo el ala de encaje y de olvido,
Se esconde el deseo… y el golpe final.

Kawanakajima, la historia se cuenta:
Kenshin descargó su filo inmortal,
Mas Shingen, sereno, sin ira violenta,
Alzó su abanico… y detuvo el metal.