Acaba de pasar San Valentín y, para variar, nos ha ofrecido nuevas muestras de cretinismo profundo, es decir, del dañino: prohibición de vender y comprar flores, ropa, regalos de color rojo en la Arabia Saudí. El rojo, color del diablo, como se sabe, es pecaminoso y sensual o sensual y pecaminoso, que el orden puede ser importante: ya sabemos desde Aristóteles que nada hay en el intelecto que no hay penetrado antes por los sentidos. Naturalmente, los precios se han disparado en el mercado negro. Conocedor de ese mundo hipócrita, no me extrañaría que parte de los beneficiados por esos precios sean los autores de la prohibición y que, entre quienes lleven prendas de ese color, haya esposas e hijas de los barbudos. Por mucho que Occidente se empeñe, las cosas son de una manera, precisamente ésa: el modelo de sociedad perfecta está en el Corán, dictado por Dios y, por lo tanto, perfecto. Todo lo que no esté en ese libro es imperfecto y pecaminoso o, en todo caso, innecesario e inútil.
Incluso Laura, mi amiga bumanguesa, que es poco aficionada al fútbol y menos al Islam, sabe que hay dos jugadores iraníes en situación de grave riesgo. Lo que ahora se juegan no es un balón de futbol o un campeonato, sino dos meses de cárcel y setenta y cuatro (74) latigazos en público. La verdad, no sé si lo de “en público” es tan relevante, porque los latigazos dolerán lo mismo en privado y la vergüenza del castigo público quedará paliada por la indignación ante semejante atentado a los derechos humanos en las propias carnes. Por si algún lector hubiera estado perdido en las montañas y no supiera de qué hablamos, le recordaré que Mohammad Nosrati y Sheys Rezaei celebraron el tercer gol de su equipo, el Persépolis de Teherán, en su encuentro con el Damash Gilan, de un modo por el que tanto parlamentarios como jueces y altos cargos deportivos han reclamado una sanción inmediata. En el video publicado en Internet por el portal YouTube, se puede apreciar a Nosrati en el momento que le toca el trasero a Rezaei, mientras éste abraza efusivamente a otro compañero de equipo. Bajo millones de burkas, otras tantas comprensivas mujeres islámicas habrán elevado sus ojos al cielo, ofendidas por este gesto, antes de volver a sus habitaciones y, ya sin velos, contemplar la película occidental recibida por el satélite, donde seguramente los tocamientos (sin duda más) no les causarán ese pavoroso efecto.
El motivo de indignación para tantas almas islámicas acendradas es una falta contra la castidad pública. Vale la pena aclarar que, si el hecho hubiera sucedido en privado, de ser descubierto, hubiera supuesto la muerte por lapidación (a pedradas, vamos) de los dos futbolistas. Pueden dar gracias a Alá, desde luego. Mientras tanto, en Francia, los indignados musulmanes queman el local de un semanario que publicó unas caricaturas irónicas tras la victoria islamista en Túnez, en las primeras elecciones “libres” celebradas tras el derrocamiento de Ben Alí. Los futbolistas tunecinos lo añorarán dentro de poco. A este paso, habrá que declarar a Hafez el Assad “especie protegida”, porque lo que venga después podría ser –como indican los ejemplos- mucho peor.
Conviene que Occidente recuerde, porque lo ha olvidado parece que hace casi dos siglos, que el Islam no tiene marcha atrás (y si alguien la improvisa le caen 74 latigazos, por lo menos). La tolerancia basada en los valores liberales no puede funcionar como premisa para la construcción de sociedades teocráticas. No hay igualdad con velos, burkas, pedradas y latigazos. No hay igualdad con parlamentarios y jueces que tiemblan ante la policía religiosa y sancionan comportamientos que, en cualquier mundo normal, pasarían desapercibidos.
Con todo, hay esperanza: el escritor español Pérez Reverte recordó hace poco un suceso “curioso” que tuvo lugar en 1991, en Dahrán, donde él se encontraba como corresponsal para informar de la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait. Una soldado norteamericana al volante de un vehículo militar estaba estacionada frente al mercado As-Shula. En Arabia Saudí estaba prohibido entonces que las mujeres condujeran automóviles. La situación tiende a mejorar muy lentamente. Una pareja de mutawas –la patrulla religiosa local- se acercó a la conductora, una sargento de marines, y, tras insultarla, uno de ellos alzó la vara que estos individuos portan y le golpeó el brazo que apoyaba en la ventanilla. Para mayor ataque a la castidad pública, llevaba la manga de camuflaje remangada. La conductora, heredera por su aspecto de la inmigración escandinava, bajó con mucha calma del vehículo, se acercó al de la vara y le rompió dos costillas. El gobierno saudí retiró la mutawa de las calles hasta que terminó la guerra, una prudente medida que, sin duda, se aplicaría más si los occidentales, en vez de gimotear por los pobrecitos flagelados, rompiéramos dos costillas al del látigo. Eso sí, sin tocarle el traserito.